INVESTIGACIÓN DESTACADA

La guerra oculta del río San Juan

El sur del Chocó padece una confrontación que pocas veces figura en las noticias. Los enfrentamientos entre distintos grupos armados, estimulados por el narcotráfico, mantienen a las comunidades bajo fuego cruzado. La presencia oficial, mientras tanto, se limita solo al pie de fuerza militar.

Investigaciones destacadas

La guerra oculta del río San Juan
Enero 20 de 2021

Por La Cola de Rata y La Liga Contra el Silencio 

La redada

El pasado 4 de noviembre un barco nodriza de la Armada Nacional y varias lanchas artilladas conocidas como “pirañas” llegaron a Noanamá, un caserío a orillas del río San Juan, en el sur del Chocó. Antes de las once de la mañana las embarcaciones rodearon el pueblo junto a varios miembros del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía mientras un hombre encapuchado los guiaba y señalaba varias casas.

Aquel día doce soldados rodearon la vivienda de Jesusita ‘Tuta’ Moreno. ‘Tuta’ es una lideresa que durante décadas ha mediado entre diversos grupos armados para evitar atropellos contra la población. 

En la calle habían detenido a Leison Jiménez, llamado ‘Pale’, un campesino reconocido por su vocación de servicio, a quien rápidamente llevaron al embarcadero. Cuando los vecinos quisieron saber qué ocurría, los soldados apuntaron con los fusiles. ‘Tuta’ Moreno logró colarse y preguntó qué estaba pasando con ‘Pale’. “Tiene orden de captura”, le dijeron. 

Los soldados lo subieron al barco. Las ‘pirañas’ cortaron la navegación e impidieron el paso a la gente que llegaba en sus botes para protestar por la captura. Al día siguiente la Armada partió río abajo y esa semana varios medios replicaron sin contrastar la información del boletín de prensa que publicó la Fiscalía. En la mitad de los municipios de Chocó no existen medios que produzcan información local y los periodistas que trabajan desde otras regiones rara vez cubren episodios como este. Muchos evitan ciertas zonas y temas por seguridad.

Según la versión de la Fiscalía, Leison Jiménez, alias ‘Pale’, apareció en titulares como la “mente maestra” del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en asuntos de narcotráfico, y también como el cerebro en la construcción de semisumergibles para exportar cocaína hacia México y Centroamérica. Según la Fiscalía, Jiménez integra una organización de narcos activa en Cauca, Valle y Chocó; y existe contra él una solicitud de extradición a los Estados Unidos emitida por una corte de Texas.

Pero en Noanamá tienen otra versión. El ocho de noviembre la población marchó por las callecitas empantanadas para exigir la libertad de Jiménez Mosquera. Llegó gente de las veredas Paimadó, Bebedó, La Unión, Dipurdú, Isla de Cruz, San Miguel, Negría, Puerto Murillo, Santa María la Loma, Fujiadó, Perrú, Trapiche, Potedó, Macedonia, Cocové y del caserío indígena Unión Wounaan. Al frente iba la misionera Carmen Palacios, una monja que lleva seis décadas en este lugar. 

“Conozco al señor Leison Jiménez desde que nació. Estuve como maestra en la escuela donde se educó, y desde su más tierna edad no podía ver que los más humildes no tuvieran cuadernito o ropa, porque era el defensor de estos niños más pobres”, declaró Carmen Palacios en un video grabado por la comunidad. La monja es un referente en el río por su liderazgo y acompañamiento a las organizaciones indígenas y afrocolombianas. “Él siempre se ha distinguido por favorecer al más miserable, a los enfermos. Lo que dicen de él es injusto, se ensañaron en decir lo que no es”, agregó Palacios. 

Después, el 10 de noviembre, la guerrilla del ELN hizo circular un comunicado donde aseguró que ‘Pale’ no tiene relación con ella ni es militante. La Liga consultó a una docente y a un político local, y conoció el testimonio de un dirigente indígena. Todos ratificaron las palabras de la hermana Carmen Palacios y dijeron que no conocen los supuestos vínculos de Jiménez Mosquera con el narcotráfico. 

“¿Cuándo se ha visto un capo metido y embarrado allá en el territorio?”, dijo un funcionario de la Defensoría del Pueblo que conoce la zona y sus líderes. La captura, explicó, obedece a las dinámicas sociales derivadas del conflicto armado en la región, donde la mayoría de los campesinos depende de los cultivos de coca. Por eso “les endilgan ser parte de las finanzas de la guerrilla”, dijo.

La Liga envió un derecho de petición a María Elena Monsalve, directora de la unidad especial de la Fiscalía que participó en el operativo de Noanamá, pero no hubo respuesta.

Los dueños del río

La captura de Leison Jiménez y los combates ocurridos un día después en el Litoral del río San Juan son las últimas señales de la reconfiguración del conflicto en el sur del Chocó. El proceso se acentuó en 2017, cuando las antiguas Farc abandonaron el río y sus afluentes tras la firma de la paz. 

En enero de 2020 La Liga recorrió el río desde la desembocadura en Docordó hasta Istmina. En noviembre y diciembre volvió dos veces con un camarógrafo a Istmina, Nóvita y Andagoya; y a un área montañosa entre San José del Palmar y el alto Tamaná, para conocer la situación que enfrentan las comunidades.

A diferencia de otras regiones del Chocó, donde hubo una calma transitoria durante la salida de las Farc, en el San Juan la guerra jamás se detuvo. Los frentes Che Guevara y Cacique Calarcá del ELN ocuparon el territorio de inmediato y consolidaron un corredor desde la cordillera hasta el Pacífico, en medio de disputas violentas con grupos paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y Los Rastrojos por el control de las bocanas y esteros en la desembocadura. 

Aquello provocó la masacre de Carrá en marzo de 2017, atribuida al ELN. Cinco civiles fueron asesinados y un niño escapó nadando con el brazo roto por un tiro de fusil. Las 14 familias del caserío huyeron hacia Docordó y el pueblo quedó abandonado.

En junio de 2019 un nuevo enfrentamiento con las disidencias del antiguo Frente 30 de las Farc desplazó a 400 indígenas de Pichimá Quebrada, cerca de las bocanas. Aquella disputa se saldó con un acuerdo reciente entre el ELN y los disidentes para que estos últimos no entren por el río. 

Un investigador de la Fiscalía contó a La Liga que en abril de 2020 el ELN citó a varios reincorporados de las Farc a una reunión donde les advirtieron que podían quedarse en el río siempre que no tuvieran contacto con “gente de afuera”. Sin embargo, un mes más tarde mataron frente a su familia en Mungidó al reincorporado Robert Hurtado Victoria.

El dominio del ELN es absoluto desde entonces. Imponen restricciones a la movilidad y ejecutan a quienes consideran colaboradores del Ejército, como ocurrió con el líder afro Samuel Peñalosa el 16 de enero de 2020 en Juntas del Tamaná. También extorsionan a comerciantes, mineros y cocaleros, y cobran por los cargamentos de droga que salen por el río hacia el Pacífico. Incluso impusieron una veda al corte de madera que, según los pobladores, arruinó una de las pocas empresas de la zona, la fábrica de triplex de Taparal. 

También se especulaba con otro pacto de no agresión entre el comandante Uriel del ELN y las Autodefensas Gaitanistas o Clan del Golfo, quienes controlan la extorsión y las rentas ilegales en cabeceras importantes como Istmina, Unión Panamericana y Cantón de San Pablo. 

En entrevistas con medios nacionales Uriel negó dicho acuerdo, pero cinco fuentes consultadas en la zona aseguran que el pacto existe en el río San Juan y continúa respetándose tras la muerte del comandante guerrillero el 25 de octubre en la vereda Barrancocito de Sipí. Los Gaitanistas tienen presencia hasta los Remolinos de la Unión, un paraje donde la navegabilidad se pone difícil cerca de Bebedó; mientras que el ELN domina el curso medio y bajo del San Juan y todos sus afluentes. Nadie se mueve más allá de sus límites. 

En la cuenca alta la guerrilla realiza movimientos ocasionales y hostigamientos al Ejército, como el que ocurrió el 15 de febrero en El Tabor, una aldea ribereña junto a la carretera que comunica al Chocó con el Eje Cafetero. El sacerdote Jaime Zapata, de la diócesis de Istmina, visitó la zona tras el combate y contó a La Liga que las balas habían rozado los techos de las viviendas. “Las organizaciones, la iglesia, los actores vivos dentro del territorio, le dijeron al gobierno: ‘Si ustedes no atienden a las comunidades, entonces, esto lo van a llenar otros actores. Y fue lo que ocurrió” dijo.

Las trizas de la paz

El sacerdote Jaime Zapata lleva cuatro décadas acompañando a las organizaciones étnicas del río San Juan. Zapata recuerda que fue en el convento de Istmina donde se realizaron en 2016 las primeras reuniones de la iniciativa “¡Acuerdo Humanitario Ya!”, impulsadas por las organizaciones indígenas y los Consejos Comunitarios de la subregión. 

La propuesta, apoyada por más de cien organizaciones del departamento, llegó a la fallida mesa de diálogos entre el gobierno nacional y el ELN en Quito. Chava Moreno, lideresa del mayor Consejo Comunitario Afrocolombiano del San Juan (ACADESAN), viajó a exponerla como un insumo para la construcción de paz. Incluía exigencias de desminado, no reclutamiento de menores, cese bilateral y el compromiso de que los actores armados se alejaran de los caseríos donde ponen en riesgo a la población. El fracaso de esos diálogos defraudó las esperanzas de las organizaciones.

Las comunidades también esperaban que con los acuerdos de La Habana por fin llegaría el Estado ausente y remoto que solo conocían por sus avanzadas militares. A pesar del entusiasmo, nunca arrancó el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), eje fundamental de la paz. El programa en Chocó contemplaba la sustitución de 8.668 hectáreas de coca, la mayoría en la subregión del San Juan.

“El municipio de Medio San Juan fue escogido como piloto para la sustitución” recordó Servando Torres, un campesino que participó de las primeras reuniones. “Firmamos hasta la transición y de ahí en adelante el gobierno no volvió, ya eso fue hace como dos años. Ahora se rumora que van a empezar a fumigar. El punto uno [del acuerdo de La Habana] dice que habrá reparación y no repetición, pero a mí me parece que el gobierno está como repitiendo, ellos son los primeros que quieren que las cosas se den, pero son los primeros que las violan”, dijo. 

Las comunidades perciben las erradicaciones forzosas como una agresión directa. En 2020 la Policía Antinarcóticos aprovechó el aislamiento por la pandemia para incursionar en toda la región con aspersiones manuales de glifosato sin permiso de los pobladores y las autoridades étnicas de los Consejos Comunitarios, violando la sentencia T-236 de 2017 de la Corte Constitucional que obliga a la consulta previa. 

En Chocó les llaman “marcianos”: policías vestidos con trajes como de astronauta y una fumigadora repleta de glifosato. En el río Tamaná hubo operativos en Juntas del Tamaná, Irabubú y un paraje a quince minutos de Nóvita aguas abajo, con varios campesinos heridos, según denunció Darío Luna, delegado de las comunidades ante el Espacio Nacional de Consulta Previa. “Trajeron ESMAD y aporrearon a la gente, los recibieron a bala, los atropellaron feamente, violando la sentencia de la Corte”, denunció.

Hechos similares revelaron los miembros del Consejo Comunitario General del San Juan (ACADESAN). “En la pandemia la comunidad no se podía movilizar, y en ese aislamiento llegó la Policía Antinarcóticos a fumigar los cultivos, a dañar el pancoger y dejaron heridos en la comunidad”, dijo Felipe Martínez, un directivo. “Pasó en Bebedó, pasó en Paimadó, donde hubo personas heridas; pasó en San Miguel, en Negría, en Cocové”, dijo. Hasta diciembre Bebedó seguía militarizado. 

El general Jorge Luis Ramírez, de la Dirección Nacional Antinarcóticos, confirmó a La Liga, en respuesta a un derecho de petición, que en 2020 erradicaron forzosamente 1.778 hectáreas de coca en la subregión del San Juan, la mayoría en San José del Palmar con 1.084 hectáreas; aunque los operativos sobre el curso medio del río también fueron a gran escala, con un total de 661 hectáreas entre Sipí, Nóvita, Istmina y Medio San Juan.

Alejandra Vélez, directora del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, explicó que el fracaso del PNIS en el Pacífico tiene que ver con que menos del 1 % de los territorios para sustitución están dentro de los títulos colectivos de comunidades afrocolombianas. “Hay un cuello de botella y es que estas comunidades no accedieron a los acuerdos voluntarios de sustitución porque la financiación nunca estuvo clara, no había fondos”, dijo. En el informe de avances del PNIS de diciembre de 2019 aún figuraba Chocó como parte de los acuerdos colectivos de sustitución, pero sin avances. El último informe de octubre de 2020 ni siquiera menciona al departamento.   

El 19 de diciembre, mientras se realizaba la audiencia en la Agencia Nacional de Licencias Ambientales para definir el futuro de la aspersión aérea con glifosato, La Liga conversó con campesinos y cocaleros de San José del Palmar en Santa María de Urábara, un caserío en la selva del alto Tamaná. Todos auguraron “hambre” y una grave crisis humanitaria si regresan las fumigaciones. Según el Departamento Nacional de Planeación, los índices de pobreza multidimensional en Chocó oscilan entre el 70 y más del 90 % en la mayoría de los municipios.

La guerra oculta

El 5 de noviembre, un día después de la captura de Leison Jiménez en Noanamá, la Armada y el ELN se enfrentaron en Peñitas, otro caserío en el litoral del río San Juan. Ningún medio registró la noticia: las embarcaciones de la Armada dispararon y la guerrilla respondió desde las orillas con los pobladores atrapados en sus viviendas. La Armada estaba apoyada por siete helicópteros que despegaron de la base de Bahía Málaga en Buenaventura a ras de agua “como en una película de acción”, según narraron algunos habitantes. 

“Las balas pasaban y entraban a los ranchos”, aseguró Raúl Cárdenas, un directivo de ACADESAN que vive en Cucurrupí, otro pueblo cercano. Ese día 86 familias de las comunidades de Peñitas y Pángala huyeron desplazadas aguas abajo rumbo a Buenaventura y Docordó, cabecera municipal, según confirmó el Defensor Público Alberto Sandoval.

“Fue bastante fuerte y fue en el mismo pueblo”, contó Dagoberto Mondragón, miembro de los Consejos Comunitarios. “A uno le da miedo ir a sus campos donde uno hace sus actividades porque no sabe dentro del monte qué va a pasar. Nosotros solo con saber que el barco está en el San Juan ya tenemos zozobra”, dijo una lideresa. Peñitas y Pángala se suman a la lista de pueblos fantasmas del río; pueblos como Carrá, Togoromá, Taparal o Potedó, que han perdido más de la mitad de sus pobladores por el éxodo de la guerra, o que están completamente abandonados.

Los habitantes confirman que existe un toque de queda impuesto por la Armada y la guerrilla. Los primeros dan a entender que mientras haya operativos y el barco navegue el río cualquiera corre el riesgo de ser detenido. Los segundos prohibieron el tránsito de embarcaciones después de las seis de la tarde. Las medidas impuestas por los grupos armados contra los pobladores han sido documentadas por la Defensoría del Pueblo en sus alertas a las autoridades.

“En estos días subieron los indios [del resguardo Unión Wounaan] y me dijeron: ‘¿qué vamos a hacer con el Ejército?’”, contó Oliver Moreno, alcalde del municipio de Medio San Juan. “Y yo les respondí que cómo les iba a decir que se fueran de ahí, si yo soy el gobierno. ¿Cómo los voy a sacar si ellos vienen a protegernos? Eso lo sé yo, pero a los que están allá les genera zozobra, incertidumbre”, dijo. 

En la zona rural del municipio de Sipí, donde ocurrió el operativo en el que cayó Uriel, las comunidades están confinadas con miedo de salir hacia sus cultivos. “La gente no va hacia las fincas o hacia donde tiene su trabajadero pensando en qué represalias puedan haber”, dijo un representante local. 

Sipí es un caso dramático en el equilibrio de la confrontación. Durante años la guerrilla ha hostigado la estación de Policía, ubicada en el centro del pueblo, con francotiradores, granadas y tatucos que suelen caer sobre las casas. El ELN sembró minas en los alrededores para evitar que las tropas los sigan. En el cementerio y en descampados a menos de doscientos metros de las casas han ocurrido accidentes con explosivos. Los pobladores han pedido varias veces al gobierno central que haga el desminado de las zonas aledañas al pueblo, pero dicen que sus llamados nunca han tenido eco. La Liga consultó al programa del Alto Comisionado para la Paz, encargado de realizar el desminado, y respondió que esa zona está aún en conflicto y no es posible realizar un desminado humanitario.

Acompañados de sacerdotes y del personero, algunos representantes de la población propiciaron un diálogo con el ELN para que no realizara más hostigamientos contra la estación de Policía. La guerrilla se comprometió a cesar sus acciones ofensivas durante seis meses: desde el 29 de julio de 2019 hasta enero de 2020. Aunque la guerrilla respetó el acuerdo, ese plazo ya se cumplió y Uriel, el comandante con quien habían conversado, ahora está muerto. “Hay zozobra, no sabemos qué pueda pasar”, contó Jackson Arboleda, un veedor local.

En noviembre pasado hubo cada día patrullajes del barco nodriza hasta Puerto Murillo, algunos kilómetros aguas arriba de Noanamá. La Armada informó 19 acciones, entre destrucción de entables para procesamiento de coca y asaltos a campamentos guerrilleros; además de numerosas incautaciones de armas y explosivos. El ELN dijo a La Liga que mató a seis soldados del batallón de combate terrestre número 25 en el alto Tamaná, durante una emboscada el 5 de diciembre. El Ejército no confirmó esta información. 

Según una fuente de la Defensoría, la respuesta del Ministerio de Defensa ante los múltiples llamados y alertas tempranas para proteger a las comunidades es “llevarles el Ejército”. Pero las comunidades no quieren eso. “Tráiganos la vía, educación, proyectos productivos como estaba en los acuerdos”, dijo Darío Luna, delegado de las comunidades ante el Espacio Nacional de Consulta Previa.

En Noanamá los pobladores no quieren que los combates escalen otra vez como a fines de 2019, cuando la guerrilla y las tropas estuvieron a menos de cien metros con la población en medio. “Cualquier día nos pasa como en Bojayá”, dijo la misionera Carmen Palacios, refiriéndose a la masacre donde 79 personas que permanecían refugiadas en una iglesia murieron en un enfrentamiento entre las Farc y paramilitares en mayo de 2002.

Esa, dicen en el río, es la causa de que en el San Juan exista una guerra silenciada que pocas veces alcanza las primeras planas: es una confrontación que nunca ha recibido la atención y el interés que recibe el Atrato, porque no ha sufrido una masacre de enormes proporciones.

Jesusita ‘Tuta’ Moreno acaba otro año con miedo. Teme una nueva redada, que puedan llevársela a ella o a cualquiera, así como se llevaron a ‘Pale’. “No es justo defender el pueblo y sentirte amenazado por el mismo Estado”, escribió desde Noanamá a mediados de diciembre. 

Mientras se erosiona la tenue esperanza que dejó el acuerdo de La Habana, a las selvas del San Juan solo llegan helicópteros artillados y batallones para profundizar la violencia. Se trata, como dijo el padre Jaime Zapata, de un fracaso del proyecto de nación, incapaz de llevar la institucionalidad a donde más se necesita. “Aquí hay varios Estados dentro del Estado colombiano. El Presidente gobierna en Bogotá, pero en los territorios gobiernan los grupos armados”, lamentó.

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