Diana y Mileyni, dos historias de liderazgo y resistencia
Estas dos mujeres fueron víctimas del conflicto, pero lograron transformar el dolor en una fuerza imparable que las convirtió en dos reconocidas lideresas en Norte de Santander. Tejen redes, trabajan en equipo y ayudan a que otras víctimas accedan a los programas que el Estado ha creado para atenderlas. Dos ejemplos de resiliencia.
Autor:
Lorena Vargas y José Luis Daza
Es viernes, el penúltimo del mes de septiembre. El inclemente sol ha salido y hasta ahora son las 7 de la mañana, todo indica que la alta temperatura acompañará la travesía que Diana y Mileyni emprenden hoy desde Cúcuta. Ya han perdido la cuenta de las veces que han tomado camino juntas por las carreteras de esta ciudad y sus zonas rurales. Ni el sol ni el mal tiempo se interponen en su intención de llegar hasta las comunidades víctimas del conflicto y en condición de desplazamiento que casi nadie visita, solo los políticos en tiempos de campaña electoral, para buscar votos.
El recorrido las lleva hasta el corregimiento de Buena Esperanza, a unos 50 minutos de Cúcuta. Hasta allí llegarán al encuentro con mujeres, jóvenes y abuelos, un grupo de víctimas y sobrevivientes del conflicto de este sector rural. Es la primera vez que se encontrarán con ellos. Para Diana y Mileyni es un nuevo escenario para ayudar a que más víctimas sean reconocidas, reparadas por el Estado y se empoderen para luchar por una vida digna. Para quienes las esperan, es un espacio de desahogo, de apoyo colectivo y una posibilidad para mejorar sus condiciones de vida.
En junio de 2011 el Congreso aprobó la Ley 1448 de Víctimas y Restitución de Tierras, que dispone de medidas para la atención, asistencia y reparación integral de las víctimas del conflicto armado interno afectadas a partir del 1 de enero de 1985, pero a julio de 2018, menos del 10% han sido reparadas. Miles siguen esperando por la verdad, la justicia, reparación, garantías de no repetición y por una atención integral de acuerdo a sus necesidades.
A estas familias se dirige la labor de Diana y Mileyni. Llevan cerca de tres años trabajando juntas, recorriendo zonas periféricas, rurales y urbanas, ubicando a aquellas víctimas que no han accedido al sistema de atención creado por el Estado o que, a pesar de haber comenzado los dispendiosos procesos administrativos, no han logrado ser atendidas a cabalidad.
Superado el trayecto, llegan a un salón y son recibidas por cerca de 40 personas; algunas conocidas, pero todas expectantes por la jornada. La primera en hablar es Diana Karina Vargas, quien se identifica con su nombre completo como la coordinadora de la Mesa Municipal de Participación de Víctimas de San José de Cúcuta. Junto a ella están 18 personas que la acompañan en la organización legalmente reconocida para representar a esta población en la ciudad.
Mileyni Ramírez Guevara rompe el hielo con una actividad lúdica: todos deben participar de pie, integrarse y pasar un buen rato, porque la vida está hecha de momentos, y pese lo que han vivido este par de mujeres, allí están, reconstruyendo caminos, hablando sobre derechos de las víctimas y brindando información para evitar el “peregrinaje institucional” al que muchas se ven sometidas por desconocimiento. Ellas ya pasaron por esos vaivenes.
En medio de la jornada, la señora Carmen aprovecha un receso, para preguntarle a Diana qué hacer y a dónde debe ir con un recurso de apelación y su documentación, para ser incluida en el Registro Único de Víctimas (RUV). Hace años ella fue afectada por la insurgencia en su corregimiento, y solo hasta ahora realiza el trámite para ser registrada y reparada, como lo establece la ley.
El temor a ser revictimizadas, la desinformación, o el hecho de que muchas víctimas desconocen que lo son (creen que solo al que asesinan, secuestran o torturan es víctima), hacen que no inicien a tiempo el proceso de denuncia y el trámite sea más demorado.
Sin proponérselo, Diana y Mileyni actúan como si fueran funcionarias del Estado. Hablan con propiedad de los documentos, los trámites, los tiempos y plazos. A Carmen le explican el trámite que debe hacer en las oficinas de la Unidad de Víctimas en Cúcuta. En otra oportunidad lo hicieron con cerca de 50 personas del asentamiento La Conquista de Cúcuta que, gracias a su gestión, recibieron a delegados del Estado que les tomaron la declaración sobre sus hechos victimizantes y fueron vinculadas en el RUV. De este modo, pudieron recibir la atención que por derecho les correspondía.
Detrás de su historia de tenacidad y valentía, están las huellas que el conflicto les ha dejado, como les ha sucedió a las cuatro millones doscientas mil mujeres que están en los registros oficiales. Esas cifras de la Unidad de Víctimas revelan la magnitud del conflicto y el impacto sobre la población colombiana: son 8.389.270 las personas que se han acercado para ser contadas y recibir atención y reparación.
“En Norte de Santander 243.334 personas, es decir el 19% de la población son víctimas del conflicto, y el 57 % del total son mujeres” dice Luis Fernando Niño López, Secretario de Víctimas, Paz y Posconflicto del departamento. “Ellas sufren de manera directa la guerra; les asesinan a sus hijos y esposos y deben huir con toda la familia. Sin contar los casos de feminicidios. Pareciera que hay una estrategia de guerra para utilizarlas como un trofeo frente al enemigo que atenta contra el Derecho Internacional Humanitario”, complementa.
Aunque la violencia en Colombia ha dejado víctimas sin distingo de género, sobresale la situación de las mujeres que, a pesar de perder la familia y la tierra, asumen roles como cabezas de sus hogares, lideran procesos ante sus comunidades y logran espacios de participación, pese a las estructuras patriarcales que persisten en la sociedad.
Este es el caso de Diana y Mileyni. Las dos, provenientes de diferentes lugares del departamento, tuvieron que vivir una infancia marcada por la presencia de actores armados ilegales en su territorio, ser testigos de violaciones a los derechos humanos, y ellas mismas saberse víctimas.
Diana tiene raíces en el municipio de Chitagá, ubicado al suroccidente de Norte de Santander, un lugar que se ha caracterizado por albergar de manera estratégica entre sus montañas a insurgentes del Eln.
Mileyni es oriunda de La Gabarra, corregimiento de Tibú, al nororiente del departamento, zona con el mayor número de hectáreas sembradas con coca en la región y tristemente recordada por la masacre cometida por 150 paramilitares del Bloque Catatumbo de las Auc, que asesinaron a 35 personas.
Mileyni: Una historia de infancia y fortaleza en medio del conflicto
A los 9 años Mileyni empezó a conocer el drama del desplazamiento forzado. Su mamá, Eva Guevara de Ramírez, había decidido marcharse de La Gabarra con sus tres hijos, atemorizada por la violencia. El 21 de agosto de 1999, los habitantes de esta zona fueron víctimas de la masacre paramilitar que abrió paso al control territorial del Bloque Catatumbo, durante más de seis años. Según las versiones libres de Jorge Iván Laverde Zapata, alias “el Iguano”, Carlos Castaño y Salvatore Mancuso ante la justicia, entre los objetivos principales estaba la conquista de Tibú y La Gabarra sería el primer paso para conseguirlo.
Para la familia, esa masacre significó enfrentarse a un primer desplazamiento. Llegaron a vivir a la Mesa de los Santos, y luego, partieron hasta Lebrija. En ninguno de los dos municipios de Santander lograron la estabilidad que doña Eva buscaba. Armar una nueva vida lejos de su verdadero hogar resultaba muy traumático.
A su corta edad, Mileyni ya se sentía afectada por tantos cambios que estaba viviendo junto a sus parientes. Pasaron de ser dueños de casi una manzana completa en La Gabarra, de contar con el sustento económico que daba el supermercado y la venta de gasolina, a vivir en medio de necesidades inaplazables.
Hoy, ella cree que su mamá tomó la mejor decisión en aquel entonces. “Lo dejó todo, solo nos llevamos la ropa en una caja. Todo lo conseguido en años de trabajo quedó a la intemperie, al cuido y vigilancia de los vecinos, pero ella lo hizo pensando en nosotros”, recuerda.
La familia Ramírez Guevara siempre se mantenía al tanto de las noticias sobre la situación en El Catatumbo que no mejoraba. El temor por los enfrentamientos entre guerrilla y paramilitares, por el dominio territorial y las rutas del narcotráfico, alejaba el deseo de volver. No había garantías.
De acuerdo a informes del Centro Nacional de Memoria Histórica y reportajes periodísticos, el horror paramilitar que se vivió en Norte de Santander entre 1999 y 2006 estuvo marcado por asesinatos, masacres, desapariciones, desplazamientos, violaciones y torturas, con el pretexto de erradicar a las guerrillas de las Farc y el Eln. Casi 100 mil desplazados, 832 asesinatos selectivos y 599 muertos en masacres, según el informe Catatumbo: Memorias de vida y dignidad, del CNMH.
Expertos y las propias autoridades han coincidido que esa zona ha sido un lugar de disputa para los grupos armados ilegales por su localización estratégica para las rutas del narcotráfico, el paso fronterizo hacia Venezuela y el trayecto del oleoducto Caño Limón-Coveñas. Además, la ausencia del Estado ha obligado, por años, a que los habitantes de la región se adapten a convivir con todos los grupos ilegales.
Por ser corregimiento, La Gabarra no cuenta con alcalde, ni Fiscalía, todo se direcciona desde la alcaldía de Tibú. Algunos habitantes definen a este pequeño poblado como ‘tierra de nadie’.
El regreso de los Ramírez Guevara
En el 2004, la familia decide regresar a La Gabarra, motivados por las buenas noticias en la radio sobre el restablecimiento del orden público. Les tocó empezar de cero, otra vez, pues de lo que habían dejado no quedaba casi nada. Las casas fueron desvalijadas por los actores armados y algunos vecinos. Eso significó una tragedia más.
La sorpresa corrió por cuenta de la bienvenida que les dio un grupo armado que les entregó mercados, colchonetas, útiles de aseo y otros enseres. “No sabía si eran Farc, paramilitares o Eln, solo le dijeron a mi mamá ‘usted no estaba en la lista… Esto le ayudará por algunos días’”, recuerda.
La historia de retomar la vida en la Gabarra cambió de manera trágica el 9 de mayo del 2005. Ese día, con tan solo 14 años, Mileyni se convirtió en la primera víctima civil sobreviviente de minas antipersona en la región del Catatumbo, un territorio que supera los 10 mil kilómetros de extensión, integrado por 11 municipios con gran riqueza natural en fauna, flora y vegetación.
En la confrontación por mantener el control de esta zona fértil y apta para los cultivos de coca, la insurgencia ha utilizado las minas antipersona como uno de sus recursos de guerra.
La Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal - Descontamina Colombia, a corte de agosto de 2018, reportó el registro de 11.617 víctimas por esta causa, siendo 2006 el año más crítico con 1.229 -el mayor número en toda la historia de Colombia-. En Norte de Santander se tiene el registro de 840 víctimas totales, de la cuales 31 han sido mujeres.
Ese lunes festivo, terminando el mediodía, Mileyni emprendió camino desde el Kilómetro 60 para llegar al casco urbano de La Gabarra. Una distancia que recorría todos los días, para ir a estudiar o para visitar a su papá. No había prevención o alguna alerta, a pesar de que 15 días antes un militar había activado una mina antipersona en cercanías a la escuela; perdió su pierna izquierda.
Las ganas de orinar la alejaron de la carretera y la llevaron a buscar refugio entre la vegetación. En un momento perdió el equilibrio y su pie derecho buscó apoyo justo sobre un hueco cubierto por hojas frescas; al pisarlo, sonó un estallido que la dejó aturdida. Recuerda que a pesar del ruido quedó consciente y pudo observar que le faltaba la mitad del pie derecho. “Yo no sentía dolor, pero sí botaba mucha sangre”. Se levantó como pudo y salió a la carretera pidiendo ayuda.
La falta de medicamentos en el Centro de Salud de la zona la llevó hasta el Hospital Erasmo Meoz en Cúcuta, pero pasaron varias horas antes de entrar al quirófano. Fue atendida casi a la media noche. Al otro día, a la una de la tarde, se despertó. “Estaba sola, desnuda, cubierta sólo con una sábana y con un intenso dolor. Escuché a las enfermeras murmurar ‘pobrecita sin su pierna’ y de inmediato me percaté de que me habían cortado casi la mitad de la pierna derecha, me puse a llorar”, recuerda.
La atención tardía complicó la situación por lo que los médicos decidieron cortar por debajo de la rodilla para prevenir la pérdida total de la extremidad.
Vivir sin su pierna derecha le ha permitido a Mileyni descubrir una nueva mujer. Aquella que no le teme a las adversidades de la vida. “Después de esto, ¿qué puede ser peor?”, reflexiona. Cada mañana se despierta más motivada: por su familia, por su pequeña hija Eva Sofía, por los muchachos de la Asociación de Sobrevivientes de Norte de Santander (Asovivir), quienes conforman su otra familia.
En algún momento por comentarios inapropiados de vecinos y hasta de sus familiares llegó a sentirse una mujer incompleta, pero hoy se mira al espejo y sonríe. Para ella, “cada persona da de lo que tiene, y puede tener su cuerpo completo, pero si no es solidario y sensible al otro, no está haciendo nada”.
Diana, un nuevo comienzo
Finalizando septiembre de 2004, a 166 kilómetros de distancia, Diana Karina Vargas empezaba a vivir su propio drama. La salida en la noche a una tienda cercana a su casa, en el barrio Aeropuerto de Cúcuta, sería el inicio de su tragedia, y también de una nueva vida.
“Ese día me secuestraron. Un comandante del grupo paramilitar que estaba en el sector donde vivía se enamoró de mí, entre comillas”, relata Diana. Al regresar de la tienda, fue asaltada por cuatro hombres que la llevaron en carro hasta una casa en donde la violaron. “A las buenas o a las malas”, le dijo su victimario. Ella intentó defenderse como pudo, pero de nada sirvieron las patadas, mordiscos, arañazos y los puños que intentó dar en su defensa. De ese hecho aún le queda la cicatriz de una quemada que le causaron con soda cáustica en uno de sus muslos.
Las mujeres en el conflicto armado han sido utilizadas como arma para la venganza, como trofeos de guerra o como instrumentos sexuales. En Norte de Santander, hay 850 mujeres registradas como víctimas de delitos contra la libertad y la integridad sexual.
Gracias a la llegada de un ‘superior’, que se sorprendió con la escena, a Diana la dejaron en libertad y la entregaron a su familia. “No vaya a denunciar porque usted sabe cómo son las cosas acá”, fue la amenaza de sus victimarios que obligó a sus padres a atenderla en casa y guardar silencio.
Ese sector, como muchos otros de la ciudad, había sido tomado por grupos paramilitares, en su mayoría al mando de Jorge 40, El Iguano y otros líderes de las AUC que hacían presencia en la zona y tenían azotada a la población y a los comerciantes con vacunas y otras formas de intimidación.
“Ellos llegaron a ‘dictar el orden’, decretaban ‘toques de queda’, prohibían salir a la calle después de las 7 de la noche porque nos declaraban objetivo militar; hacían las llamadas ‘limpiezas sociales’ y prohibían a las mujeres el uso de blusas ‘ombligueras’ porque si no les rayaban el estómago; pasaban en moto con un alambre”, recuerda.
Los días pasaron y Diana terminó la validación del bachillerato en el Colegio Pedagógico Santander. Tenía 17 años, cuando decidió salir y buscar una nueva vida en Bogotá. Soñaba con ingresar al Ejército Nacional. En su mente no había planes de formar un hogar o tener hijos, pero su papá no la apoyó en ese sueño, porque estaba convencido de que las mujeres debían dedicarse al hogar. Al poco tiempo ya tenía dos hijos, Nicolle y John Alejandro.
La violencia intrafamiliar la llevó a asumir sola la tarea de criarlos, migrando hasta el municipio de Chitagá. Allí empezó a descubrir su liderazgo participando en los encuentros comunitarios. Sin temor, manifestaba las inconformidades de la gente y sus propios desacuerdos frente a las decisiones de la Junta de Acción Comunal. Esto no cayó bien, y pese a haberse organizado con una nueva pareja y lograr una vida más estable, tuvo que partir por las amenazas; Diana resultaba una persona incómoda.
La orden impartida por el Frente Efraín Pabón Pabón del Eln, que operaba en la zona, la hizo regresar a Cúcuta con un tercer hijo en camino. Llegó a La Conquista, un asentamiento de víctimas del conflicto que provenían de diferentes lugares del departamento (había un grupo de indígenas arhuacos) y que empezaba a consolidarse en medio de tantas precariedades. Allí Diana siguió ejerciendo su liderazgo. Ayudó a fundar la Asociación Conquistadores de Paz, Asoconpaz, con la que empezó a reclamar por los derechos de la comunidad.
“En ese momento muchos no habían declarado ante el Estado y organizamos una jornada masiva para que todos rindieran sus testimonios de lo que les había ocurrido y pudieran entrar a los programas de atención. Ese trabajo fue muy gratificante”, recuerda Diana, pero tuvo que alejarse porque los politiqueros quisieron aprovecharse de esa comunidad vulnerable.
Diana cuenta hoy con escoltas de la Unidad Nacional de Protección porque después de salir huyendo de Chitagá, ha recibido más amenazas a través de panfletos y mensajes de texto. Una de ellas por cuenta de las llamadas Águilas Negras. Todo está en investigación.
Dos vidas, un solo liderazgo
En el corregimiento Buena Esperanza algunos reconocen los rostros de Diana y Mileyni porque las han visto atendiendo un punto de información improvisado en el Centro Regional de Víctimas, en la Ciudadela Juan Atalaya, al oriente de Cúcuta. A ese centro llegan todas las personas que buscan información para ser atendidas como víctimas por primera vez.
En medio del pasillo principal del centro, Diana y Mileyni suelen ubicarse con un computador portátil, una mesa plástica y dos sillas, tres días a la semana. Apoyadas por otros integrantes de la Mesa de Víctimas, orientan a la gente que les pregunta sobre procesos de restitución de tierras, reparación, atención en salud, apoyo psicosocial, trámite de libretas militares, oportunidades de educación y decenas de preguntas más, que ellas responden y tramitan sin recibir sueldo ni contraprestación alguna. A pesar del trabajo que adelantan no han logrado que las ubiquen en un cubículo o en un lugar más adecuado.
El resto de su tiempo se lo dedican a las asociaciones de víctimas a las que pertenecen. Mileyni, por ejemplo, se unió a Sobrevivir, la primera asociación de víctimas civiles de minas antipersona y artefactos explosivos en Norte de Santander, que nació en septiembre de 2009.
En 2012 la asociación cambió su nombre por Asovivir y hoy la integran 18 sobrevivientes de minas antipersona que quieren aportar a la construcción de la ciudad y velar por sus derechos. Su trabajo con estas víctimas, pero sobre todo con las mujeres, llevó a Mileyni hasta Ginebra, Suiza, como integrante del equipo de Colombia en el XXI Encuentro Mundial de Directores de Programas Nacionales de Acción contra Minas Antipersonal y asesores de Naciones Unidas.
Diana por su parte, conformó, en 2016, la asociación “Tejedoras de Paz”, que reúne a cerca de 80 familias -unas 200 víctimas y personas en condición de vulnerabilidad- de ocho barrios de Cúcuta que se unieron para reconstruir el tejido social de sus comunidades. “Las instituciones han llegado hasta donde vivimos, hemos logrado capacitaciones en emprendimiento, ventas y cursos cortos que sirven para mejorar las condiciones de vida”, cuenta orgullosa sobre el trabajo de su equipo.
“Mileyni es una ‘china’ que admiro mucho. Es una mujer que está bastante empoderada a pesar de ser tan joven. Mujer soltera, con hijos y sacando su carrera adelante… Es un ejemplo a seguir”, dice Diana de su compañera. Ellas empezaron a trabajar juntas en 2015, y guardan una relación de colaboración, respeto y admiración mutua.
En menos de seis meses, Mileyni se graduará como Trabajadora Social, gracias a un programa de la Unidad para las Víctimas. Diana siente algo de temor de ‘lanzarse al ruedo’ y estudiar, pero no descarta la posibilidad de irse por la carrera de Derecho, aprovechando que en Cúcuta se firmó un acuerdo entre la Alcaldía y una universidad de la región, que otorgará beneficios a las víctimas que quieran acceder a la educación superior.
Diana sueña con ser una buena abogada para seguir contribuyendo con el empoderamiento de las mujeres y de otras víctimas. Lo que sabe de leyes lo aprendió en capacitaciones, preguntando y peleando por sus derechos. Sin haber pasado por la universidad, tramita tutelas, recursos de apelación, derechos de petición y rutas de atención del Estado. Pero sabe que será mejor si obtiene su título universitario.
Mileyni quiere retirarse de la representación en la Mesa de Victimas y dejar que otra persona lidere el comité de discapacidad. Quiere disfrutar más su papel de madre, sin descartar la posibilidad de tener otro hijo y de ingresar a las fuerzas militares como profesional.
Estas mujeres no dejan de soñar, quieren un país más solidario, que perdone y supere el conflicto, como lo hacen ellas y miles de víctimas en las regiones. Creen en la justicia y en la equidad, pero exigen el respeto por sus derechos. Ahora alistan sus maletas para ir a Bucaramanga a una capacitación sobre cómo las víctimas pueden acceder y participar en la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP.
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