El silencio de las otras
Las mujeres en el Catatumbo están viviendo el recrudecimiento de la guerra desde sus cuerpos. La violencia sexual creció tanto como el conflicto en el posacuerdo
Autor:
Carolina Tejada
–¿De dónde eres?
–Del municipio de Hacarí.
–¿Y cómo terminaste en Ocaña?
–¡Ay! Si le contara no me alcanzarían el día y la noche –hizo una pausa y continuó. – Yo me crié en una finca en la vereda Villa Nueva. Éramos felices, los niños y todos, para qué. Pero a los 16 años un man del Ejército de la móvil #2 me iba a violar en el baño del colegio. Yo trabajaba al lado, en una casa, y me bañaba allá porque no me gustaba bañarme afuera, en donde estaba toda esa gente –refiriendose a los soldados que patrullaban alrededor de las casas, en donde los baños son construidos, casi a la intemperie–. El soldado se metió por detrás y yo me le solté porque estaba toda enjabonada, si no me habría violado ahí, porque ¿quién me iba a escuchar?
Así comenzó un largo diálogo que tuve en agosto de 2021 con Margarita[1], una mujer del Catatumbo que accedió a conversar conmigo luego de que la contactara para ampliar la información que días atrás me habían compartido algunos líderes campesinos de este territorio. Según ellos, “las mujeres han llevado del bulto”, refiriéndose a la violencia sexual perpetrada por los diferentes grupos armados que operan en la región.
Actividad de las organizaciones sociales y campesinas por la implementación del acuerdo de paz en el Catatumbo. Foto: Carolina Tejada
Mi encuentro con los líderes se había dado durante un evento comunitario en donde la paz era el centro de la jornada. Un café dulce con sabor a panela, debajo del techo de zinc de un salón comunal, acompañó la conversación. Mientras hablaban de los flagelos de la guerra en sus municipios, los líderes no escatimaron en dar detalles sobre el tema. La violencia, decían, había cesado mientras transcurrió el Acuerdo de Paz adelantado en La Habana, pero luego de la firma en noviembre de 2016, esa misma guerra había regresado al territorio junto con las prácticas violentas contra la población civil. “De esa no se han salvado las mujeres. Usted no se imagina”, comentaban. Como en la época más fuerte del paramilitarismo la violencia sexual estaba creciendo, sin embargo, pese a lo común de estos hechos, había silencio, pocas denuncias se conocían. Las razones eran muchas.
En este sentido, hablar con Margarita –una lideresa social que conoce la región– resultaba clave para este reportaje. Y, al mencionarle sobre la importancia de escribir sobre estas denuncias, hizo una exclamación, guardó silencio y finalmente dijo: “pues le voy a contar mi historia”.
Entre el olvido y violencia
El Catatumbo es una región selvática, rica en recursos naturales. Tiene una importante ubicación geoestratégica: está localizada al nororiente del departamento de Norte de Santander e incluye a diez municipios, entre los que se encuentran Ocaña, Teorama, Hacarí, El Tarra, Tibú y Sardinata. Uno de sus principales afluentes es el río Catatumbo, que desemboca en el lago Maracaibo en Venezuela, entrelazando esta región fronteriza con el vecino país.
Según la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, en el Catatumbo siete de cada diez habitantes no tiene acceso a servicios básicos. En medio del abandono estatal sobre una población mayoritariamente campesina, los grupos armados han logrado penetrar los cascos urbanos y rurales y han ampliado su control. A esta situación se le suma la precariedad monetaria para el sustento diario de las familias, lo que ha conllevado a una parte de sus habitantes a combinar sus cultivos con la siembra, el procesamiento y la comercialización de la coca, y al contrabando de gasolina y alimentos entre Colombia y Venezuela.
A pesar del verdor que sobresale sobre esa tierra fértil, al transitar por la zona, además de la presencia de soldados, de sus retenes y tanques, son notorios los parches de quemas de bosque y selva para ampliar la siembra de matas de coca o, en su efecto, de palma africana. Esta es una planta que luego de años de cultivarse, esteriliza la tierra, como lo afirma la investigación “Los nadie agitan la resistencia: los conflictos de la palma aceitera y la caña de azúcar en el territorio, comunidades y hogares del Q'epchil', Valle de Polochic, Guatemala”, publicada por el Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals de la Universitat Autònoma de Barcelona (ICTA-UAB).
Allí mismo, en medio de la belleza natural y del olvido de la región, también se han vivido largas noches de violencia, producto de la disputa territorial entre grupos armados legales e ilegales. Las mujeres, en medio de esa guerra patriarcal, han sido violentadas sin reparo y tratadas como trofeos de guerra.
El Catatumbo. Desde la orilla de la carretera se puede notar la quema de bosque. Foto Carolina Tejada
Violencia silenciada
En el Norte de Santander, el conflicto armado se ha dado principalmente entre el aparato militar del Estado y las guerrillas del ELN, el EPL y, en su momento, las Farc-EP, grupos que ejercieron gran parte del control territorial hasta la llegada de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). El mal llamado “daño colateral” –como se le denominó por años a la violencia sexual ejercida contra las mujeres– se empezó a dar con mayor frecuencia cada vez que el conflicto se agudizaba, siendo esta no solo una práctica de carácter local, sino una acción sistemática que se ha presentado en Colombia y en otros países del mundo en donde han existido conflictos armados.
En palabras de Margarita, la violencia sexual “se sufre en silencio”. Se trata de hechos coercitivos que buscan causar dolor, silenciar, generar terror y control sobre mujeres, niñas, niños y hombres, y que comprende actos como la violación, la esclavitud sexual, la prostitución forzada, el embarazo forzado, la esterilización forzada, entre otros.
En el contexto del conflicto armado, según el Estatuto de Roma, la violencia sexual se concibe como un crimen de guerra; así lo establece el artículo 8, numeral 2 y, dada su sistematicidad y generalidad, es también un crimen de lesa humanidad: una práctica habitual, extendida e invisible. Pero al indagar sobre dicho fenómeno se encuentran otras consecuencias, otros dolores, múltiples silencios y otras repercusiones sobre las vidas de las mujeres y sus comunidades.
“Yo me organicé y tuve un hijo. En ese tiempo, cuando tenía 18 años, mataron a mi marido, y luego de eso un hombre me golpeó y me violó”, cuenta Margarita quien, producto de esa violación quedó embarazada. “Me tocó salir adelante en medio de la pobreza absoluta con el hijo y la hija que nació”. En sus palabras, se sentía la angustia, en un intento por describir el viacrucis que debió pasar y el dolor que aún lleva consigo a sus más de 40 años. “La gente me preguntaba quién era el papá, y yo no sabía qué responder, ¿qué les iba a decir?”.
Según el historiador colombiano Carlos Eduardo Jaramillo, “No es fácil la tarea de describir o señalar el papel de las mujeres en la guerra, por una simple y fundamental razón: la guerra es una empresa de varones, y en ella siempre las mujeres han sido concebidas como elementos accesorios, a veces obstaculizantes para los que nunca ha alcanzado la tinta con que se ha escrito la historia”. ¿Qué pueden hacer ellas entonces en casos de abusos como los que ha enfrentado Margarita en su vida?
Además del acceso a la justicia, en nuestra entrevista Margarita mencionó el casi nulo apoyo social y la imposibilidad de denunciar al victimario. Dijo: “Si una denuncia le va peor. Hasta la pueden matar. Yo no tenía a quién acudir”.
Durante el conflicto interno en Colombia, las formas y el lugar en los que se han perpetrado las violaciones a las mujeres han variado. Particularmente en el Catatumbo, el conflicto se empezó a agudizar en el año de 1999, con el apoyo del Ejército Nacional y comandados por el teniente del Ejército en retiro Alberto Arias Betancourt, alias “Camilo”, se dio la primera incursión paramilitar. Doscientos hombres provenientes de Córdoba y Urabá fueron enviados en seis camiones por los comandantes paramilitares Carlos Castaño y Salvatore Mancuso. Llegaron para consolidar el Frente Fronteras, al mando de Jorge Iván Laverde, alias “El Iguano”. Su objetivo era controlar el territorio, el narcotráfico y sacar del camino a las guerrillas del EPL y el ELN. Según las mismas versiones libres en el proceso de Justicia y Paz entregadas por “El Iguano” en febrero de 2013, todo se había orquestado bajo la petición de políticos, comerciantes y ganaderos del departamento.
Como resultado de estas incursiones ocurrieron las dos primeras masacres en el municipio de Tibú y en el corregimiento de La Gabarra. En la región del Catatumbo, según cifras del DANE, en el año de 1999 vivían 350 mil personas en los cascos urbanos y en la zona rural. Sin embargo, desde la incursión paramilitar de ese mismo año hasta el 2005, la población se redujo a 198 mil personas. Más de 10 mil personas fueron asesinadas en cuatro años, y 114 mil más fueron desplazadas hacia Venezuela para salvaguardar sus vidas. Otras tantas familias se desplazaron forzosamente hacia las ciudades intermedias y también a Cúcuta, la capital del departamento.
Son múltiples las formas de violencia de las que han sido víctimas las mujeres en el campo. Ellas exigen su derecho a la tierra y a vivir dignamente y en paz. Foto Carolina Tejada
En medio de esta realidad las mujeres no fueron ajenas a las masacres, torturas, asesinatos selectivos y a la violencia sexual. El Registro de la Unidad de Víctimas confirma que, entre 1999 y 2005, solo en el municipio de Tibú se registraron 180 casos de mujeres víctimas de estos hechos. Relatos recopilados por el Centro Nacional de Memoria Histórica, algunos de ellos mencionados en el documento La guerra inscrita en el cuerpo o los narrados en las audiencias de Justicia y Paz en el año 2013, entre otros testimonios, han dejado entrever la magnitud de este crimen. Muchos casos, como el de Margarita, sucedieron por diversas circunstancias y nunca fueron denunciados. Otros fueron incluidos en algún registro y lograron ser documentados para la historia.
Uno de esos casos reposa en la Defensoría del Pueblo, en junio de 2008, una mujer campesina víctima de los grupos paramilitares relató: “Unos hombres guerrilleros pasaron por la finca y nos dijeron: ‘ustedes no han visto nada’. Y se metieron al campamento de las AUC y los mataron. Se comenzaron a escuchar ráfagas de las armas y nos fuimos para el monte a refugiarnos. Allá escuchamos los insultos de la guerrilla hacia las mujeres de las AUC”. Luego de estos hechos, la mujer recuerda: “Nos dijeron que éramos informantes porque la guerrilla había pasado por la finca y no habíamos avisado. A mi esposo lo persiguieron y lo golpearon; a mí me violaron. Gracias a Dios no puedo tener hijos, porque o si no hubiera quedado embarazada”. Los hechos ocurrieron en el kilómetro 18 vía La Gabarra, durante las elecciones que llevaron a Álvaro Uribe Vélez a la presidencia en el año 2002.
Años después, tras el Acuerdo de Paz firmado en La Habana entre la guerrilla de las Farc-EP y el Gobierno nacional, las comunidades del Catatumbo esperaban un cese de la violencia, el cumplimiento de lo acordado en términos del desmantelamiento del paramilitarismo, la garantía de derechos civiles y políticos para las comunidades, la inversión social y un proceso de sustitución voluntaria de los cultivos de uso ilícito. Acciones que le permitieran al Catatumbo –una de las regiones que más produce coca en el país–, transitar hacia un desarrollo agrícola y comunitario en paz. Sin embargo, la realidad ha sido contraria a esa esperanza. En el año 2018, los combates registrados entre los grupos armados provocaron el desplazamiento masivo de 14.902 personas, tal como lo ratificó la Defensoría del Pueblo.
Los grupos paramilitares ubicados principalmente en la zona de Tibú y, por otra parte, las guerrillas del ELN y el EPL en las zonas en dónde las Farc-EP hacían presencia antes de entregar las armas, entraron en una disputa territorial a sangre y fuego. A la lucha por el territorio se sumaron también los grupos disidentes de las antiguas Farc-EP. Paulatinamente también fueron creciendo las hectáreas de hoja de coca y el narcotráfico.
Los conflictos en el territorio se han querido frenar con mayor presencia del Ejército Nacional. Foto Carolina Tejada
La presencia institucional que se amplió fue la del Ejército Nacional. En octubre de 2018, el actual presidente de Colombia Iván Duque inauguró la Fuerza de Despliegue Rápido N. 3 Fudra, que cuenta con 400 nuevos hombres en la región. Según datos compartidos por los líderes sociales, para inicios de 2021 había 10 mil integrantes del Ejército. Sin embargo, luego de que el Gobierno nacional hablara públicamente de lo que consideran un atentado al presidente Iván Duque –perpetrado el 25 de junio del 2021–, el ministro de Defensa expresó que tenía un 150% del territorio militarizado y anunció la llegada de 14 mil militares más a la zona.
Las alertas de la Defensoría del Pueblo
Según la funcionaria Martha Torres, del equipo de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, sede en Ocaña, para el mes de agosto de 2021, en esta ciudad, la institución adelantó la actualización de los escenarios de riesgos advertidos en las alertas tempranas vigentes. Entre las cualesse encuentran situaciones relacionadas con las violencias ejercidas contra las mujeres en la parte media y alta de la región del Catatumbo.
Dicha actualización se sumaría a la Alerta Temprana N° 004-21, del 9 de febrero de 2021, la cual advierte que la población civil que habita en cascos urbanos, centros poblados y sectores rurales de El Carmen, Convención y Teorama –y que comprenden alrededor de 15.000 personas de las 47.800 que habitan en estos municipios– está altamente expuesta a ver violentada en sus derechos humanos y a sufrir infracciones al Derecho Internacional Humanitario. Esto se fundamenta, entre otros hechos, en el “reclutamiento y la utilización de niños, niñas, adolescentes y jóvenes, violencia sexual y basada en género (…) como consecuencia del conflicto armado que allí se desarrolla”.
En dichos análisis también se describe la evolución de la confrontación violenta entre las guerrillas del ELN y el EPL, la cual ha ocupado todo el trabajo de advertencia entre los años 2018 a 2020, en medio de la disputa territorial. La defensora además advierte que “Hay una tendencia a que esos patrones de violencia contra la mujer sigan creciendo y extendiéndose hacia la zona del Catatumbo medio y alto”. Según relata desde su experiencia en el territorio: “para salir con vida, es necesario saber hacer muy bien el trabajo de investigación” refiriéndose a los riesgos que corren como analistas.
Pero ¿por qué violar a las mujeres? ¿Qué tiene que ver este hecho doloso contra el cuerpo de las mujeres cuando la disputa es por el territorio y por el control del narcotráfico?
Desde 1998 hasta junio de 2021, el registro de la Unidad de Víctimas ha reportado 1.143 casos de este flagelo en todo el departamento. Lo cual no incluye a la totalidad de las víctimas, solo es el subregistro de aquellas que han lograron denunciar. Muchas deciden no hacerlo por el miedo a las represalias, por sentirse avergonzadas o culpables, o simplemente por la falta de confianza en las autoridades. Algunas lideresas también han advertido que la permanencia de las víctimas con los victimarios en la misma vereda, corregimiento o municipio, es un impedimento para que ellas denuncien. Aunque algunas logran salir del territorio, otras se ven obligadas a permanecer allí aumentando los niveles de vulnerabilidad y sufrimiento.
Violencia sexual: arma para “diezmar” liderazgos políticos
“En el municipio de Teorama está pasando algo que aún no nos deja de asombrar”, fue una de las historias que inicialmente me contó el líder campesino en el salón comunal. Este municipio tiene alrededor de 21.524 habitantes, es una comunidad pequeña y en su cotidianidad se relacionan con frecuencia, lo que permite que cualquier hecho de violencia que ocurra allí sea conocido fácilmente, aunque no todo sea denunciado.
Panóramica del municipio de Teorama. Foto: Alcaldía Municipal
Al ampliar la información, el líder pidió reserva y afirmó: “están violando a las mujeres. No solo los paras o los narcos; la guerrilla las está violando”. En medio de la pandemia por el COVID-19 y del persistente conflicto armado de la zona, profundizar sobre estos casos no era nada sencillo: las personas se negaban a hablar, aquellas a las que lograba contactar pedían absoluta reserva, o a última hora manifestaban no tener información. Una de los casos que logré documentar, es la de una mujer que hace parte de la organización campesina más representativa de la región. Ella por decisión personal, no accedió a contar su historia ni a revelar su nombre, sin embargo, le permitió a su esposo hablar en detalle de su situación.
No fue un dialogo sencillo. No era una historia cualquiera. Sin embargo, con toda disposición su esposo me contó que el hecho ocurrió mientras él estaba fuera de la región, asistiendo a un entierro familiar. Juliana[2], su compañera, decidió quedarse con las niñas y esperarlo en la casa de su madre, en San Pablo, corregimiento de Teorama. El mismo día que llegó a San Pablo, Juliana salió entrada la noche hacia el supermercado del pueblo, ubicado a unos ochenta metros de la casa, para hacer unas compras. Allí se encontró con un amigo y una amiga que tenía desde el colegio y compartieron unas cervezas en el andén del local. Según información que ella socializó después: “A las doce de la noche llegó alias “Checho” con seis tipos más en una camioneta de alta gama, con un sonido que instaló al frente del establecimiento en donde estaban. Los hombres llevaban armas cortas”.
Luego de despedirse de sus amistades, Juliana cruzó la calle para entrar a la casa, pero alias “Checho” se le atravesó y le dijo: “¿Para dónde va?, usted se va conmigo”, y se llevó la mano a la pretina de su pantalón en donde tenía un arma de fuego corta. Ella se negó. “Usted se va conmigo por las buenas o por las malas”, insistió él. Los hombres que acompañaban a alias “Checho” armados y borrachos, eran reconocidos como milicianos y guerrilleros del ELN. A Juliana la obligaron a subirse al carro, la llevaron al matadero al lado del río Catatumbo, a un kilómetro y medio de distancia del lugar en donde la secuestraron. En medio de intimidaciones y de golpes el hombre le quitó la ropa y abusó sexualmente de ella. Según relató Juliana, alias “Checho” no habló mientras cometió el crimen, solo cuando la golpeó en la cara en medio del forcejeo le dijo: “Quédese quieta malparida que usted no es una niña”.
Juliana fue abandonada en el mismo lugar en donde fue secuestrada, no sin antes advertirle que guardara silencio. Al escuchar que tocaban la puerta, su hermana abrió y la encontró en el piso, llorando y con golpes en su rostro y en varias partes del cuerpo. Poco después, el proceso de acompañamiento lo inició la Defensoría del Pueblo. Adelantaron las pruebas de Medicina Legal, el peritaje e instauraron la denuncia tres días después de la agresión, el 2 de septiembre de 2020 en Ocaña. El proceso actualmente lo lleva la Fiscalía en esa ciudad.
Según comenta el esposo de Juliana: “el ELN controla esta parte del territorio, por tanto, como organización guerrillera debería de responder por las diversas situaciones que hoy acontecen en esa parte de la región”. Frente a esto, y ante la desconfianza que desde siempre ha existido en las instituciones que tienen como misión investigar estos casos, el líder y la organización a la que pertenece, formalizaron una comisión para hacer llegar una carta con estos casos al equipo del ELN que se sentaría a dialogar con el Gobierno nacional en La Habana. Ellos buscaban garantías para la vida y la integridad de líderes y lideresas sociales de la región, así como de todas las mujeres que la habitan.
Esta carta que no se hizo pública, fue enviada el 29 de septiembre del 2020, en un proceso de reserva que contó con el acompañamiento de varias mujeres integrantes de organizaciones del orden nacional. La misiva fue compartida para el propósito de esta investigación y, entre otros asuntos, expresaba:
“Señoras y señores delegadas/os del ELN para diálogos de paz: a la grave situación de violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario, se suma la violencia sexual contra las mujeres”. En la carta se señala el caso específico de la líder de la región: “Esta compañera luchadora e hija del pueblo, cuyo nombre omitimos por pedido de ella, fue secuestrada con intimidación de arma de fuego por el señor Jorge Ortega, conocido en la región con el alias 'Checho'. En los párrafos siguientes, las remitentes describen al hombre y la camioneta Toyota TX en la que la secuestraron.
Además de la indignación por el hecho de que las mujeres –y sus cuerpos– sean utilizados como territorio en disputa, en la carta reprochan el “ejercicio de poder o práctica para generar en la comunidad y en las mujeres [acciones como] intimidar, sancionar o disciplinar”. Las remitentes también solicitan que expresen: “si la dirigencia del ELN ha impartido orientaciones para que sus miembros atenten contra la integridad y la autonomía sexual y emocional de las mujeres”, entre otros elementos. Para el momento de cierre de este reportaje, sobre esa carta –en la que además se pedía sanciones sobre quien cometió el delito–, no se conocía aún una respuesta por parte de las personas delegadas a la mesa de paz.
El acoso y la intimidación sexual es otra forma que han usado los violentos para atentar contra la tranquilidad de las mujeres. Desde el año 2016, cuando el esposo de Juliana fue amenazado de muerte por el EPL –razón por la cual debieron abandonar por varios meses el territorio–, hombres armados que se transportaban en moto en el corregimiento, la intimidaron en la calle diciéndole, según contó ella: “Paga pegarle una cogida a la futura viuda”.
Varias fuentes consultadas mencionan al menos siete casos más en los que el patrón de acoso, intimidación y violencias sexual por parte de diversos grupos armados en la región están siendo investigados por la Fiscalía Regional. Lo cual constituye estos hechos en una práctica habitual, generalizada y, en donde la justicia, actúa de manera lenta, cuando actúa, según afirman las mismas víctimas.
El 25 de diciembre de 2020, a las 10 de la noche, en medio de una fiesta familiar en un establecimiento público conocido como La piscina –al que también asistían varios clientes del local–, el alcalde de Teorama departía con su familia y su esposa, una joven oriunda del mismo municipio. Según contaron, en medio de la celebración, la joven le dijo a su esposo que iría un momento al baño, a unos treinta metros de donde se encontraban, pero pasaron los minutos y no regresó. Luego la encontraron en el baño: había sido violada y golpeada brutalmente en su rostro y en el cuerpo. La joven posteriormente contó que un hombre armado y encapuchado la había obligado a entrar al baño con él. La agresión había sido un mensaje dirigido a su esposo, en palabras del agresor: “Dígale al alcalde que esto es de parte del EPL”, no sin antes advertirle que, si salía antes de diez minutos del baño, iría por su papá. Sabía su nombre y el lugar de residencia.
Este hecho –que se conoció en el pueblo luego de que llevaran a la joven al centro de salud del municipio–, también fue denunciado por el mismo alcalde en una reunión del espacio Por la vida, la paz y la reconciliación del Catatumbo, en presencia de varios representantes de procesos sociales.
Pero las denuncias no terminan con el hecho victimizante. En el caso del acusado del agresor de Juliana, mientras se adelantaba el registro de esta información, se supo que alias “Checho” le había hecho saber a la comunidad que él ya sabía de la denuncia que se había interpuesto ante la Fiscalía y que “le van a tener que responder”. Tanto Juliana como su esposo y otros familiares habían sido declarados objetivo militar en el departamento, lo que acentúa el viacrucis por el que han tenido que pasar la joven y su familia, dejando entrever las múltiples situaciones que se desencadenan luego de un hecho como estos en el contexto del conflicto armado.
Múltiples denuncias adelantadas por las mujeres están a la espera de que sus casos no queden archivados y se haga justicia.
Las niñas y el miedo de regresar a clases presenciales
En medio de una asamblea comunitaria promovida en repudio social frente a la retención de que fueron víctimas dos líderes campesinos en la zona del Aserrío en Teorama, a manos del ELN –despojaron a los escoltas de los líderes de sus armas de dotación y vehículos blindados, entre otras acciones–, la comunidad denunció de manera pública ante más de 300 personas que en el corregimiento de La Trinidad los grupos armados de la zona estaban pagando por la virginidad de las niñas. También se denunció que se estaban presentando violaciones masivas, “se llevan a dos, tres niñas, y al otro día las devuelven violadas”.
En hechos más recientes ocurridos durante el mes de mayo de 2021, en el municipio de Sardinata –la puerta de entrada a la región del Catatumbo–, se hizo pública una denuncia relacionada con el soldado Luis Daniel Correa Mena, de 25 años. Él estaba adscrito a una unidad de la Fuerza de Tarea Vulcano y fue señalado como el presunto perpetrador del feminicidio de la madre de dos menores, de violencia sexual a una niña menor de dos años de edad y de maltrato infantil a una niña menor de cinco años.
La vivienda en la que se encontraban las víctimas está ubicada cerca de la estación de Policía y de la guarnición militar. Luego de escuchar los gritos de la mujer, los policías llegaron a la residencia y tuvieron que forzar su ingreso. En el suelo y sin vida, los uniformados encontraron a la madre de las dos menores. Había recibido varias puñaladas y había sido degollada. La hermana mayor, de cinco años, estaba en medio de una crisis nerviosa, y muy cerca del lugar, con los signos vitales muy bajos, estaba la niña de dos años. Presentaba golpes y señales de violación.
Sobre este hecho, Carmen García, integrante de la organización social Madres del Catatumbo, contó que tan pronto se enteraron de la situación iniciaron el acompañamiento desde Cúcuta. Ella asegura que al otro día, el General del Ejército Marcos Pinto afirmó en medios de comunicación que el soldado estaba de permiso y que había matado a su compañera sentimental. “Yo le pedí al militar que se retractara –afirmó Carmen García–. El militar no estaba de permiso y las niñas no fueron entregadas a Bienestar Familiar (como afirmó el militar), sino que estaban siendo atendidas en el hospital. La niña había sido violada. Le dije que no encubriera a un criminal vestido de militar”. Cuenta la lideresa que se pidió que la justicia ordinaria llevara el caso para que no quede en la impunidad. El proceso está en investigación y el presunto perpetrador del crimen, que ya fue llamado a audiencia, no reconoció los cargos.
Carmen, asegura que esta no es la única situación de violencia contra las mujeres y las niñas. Actualmente existe una preocupación entre las madres de menores de edad en varios municipios por el regreso a las clases presenciales, pues las niñas tendrán que volver a caminar a sus colegios, en medio de situaciones de riesgo. “Existen rumores que se cuentan entre ellas mismas, que algunas habían sido raptadas, violadas y nuevamente dejadas en el pueblo. Pero también se rumora la existencia de la compra de la virginidad de las menores, por parte de los grupos armados”. Hasta este momento, asegura la lideresa, no hay acciones concretas desde las autoridades para prevenir estas situaciones.
En concordancia con este panorama, la Defensoría Regional del Pueblo, en un comunicado público, lamentó los hechos de violencia contra las mujeres, en particular en “los municipios de Tibú, Sardinata, Cúcuta y su zona metropolitana en el departamento, donde desde el mes de marzo de 2021 se han presentado 11 feminicidios y otros hechos victimizantes contra las mujeres. Entre ellos, agresiones de violencia sexual que han llevado al desplazamiento forzado de las mujeres para salvaguardar su vida y la de sus familias. La Defensoría también advirtió que “a través de las duplas de género de Ocaña y Norte de Santander, ha recibido más de 830 casos de violencia basada en género entre enero del año 2020 y julio de 2021”.
A la espera de la justicia
Ilustración de Margarita con la denuncia que interpuso ante la Fiscalía. Autor: Gabriel Pérez Castelar Comecastel
“A veces uno habla y la gente no cree. Dicen, ‘no, eso es mentira’”, afirma Margarita, quien en el mes de enero de 2021 fue atacada por un hombre que intentó violarla en la oficina de su organización social en la ciudad de Ocaña. “Estas son cosas que no son fáciles, hasta para contarlas. Y si la Fiscalía hiciera algo bueno, si la justicia funcionara, aquí no pasaría nada”. Margarita comenta que, luego del asesinato de su hijo mayor, en el año 2015, se integró a la organización social y aprendió a reconocer sus derechos. Eso fue lo que la animó a interponer la denuncia en la Fiscalía el 21 de enero.
Al igual que Margarita, Juliana lleva una carga emocional, en especial porque su madre desconoce su caso y las razones –amenazas– por las que no ha vuelto a visitarla al corregimiento. “Como líder social –afirma el esposo de Juliana, quien ha estado acompañándola en todo el proceso– me preparé para todo: una amenaza, la muerte, pero nunca se me pasó por la cabeza que mi núcleo familiar pasara por esta situación. El ELN, como organización, tiene que responder”.
La agudización de las violencias contra las mujeres en esta región es una realidad, tanto como el aumento de los grupos armados, el conflicto territorial y la poca actuación de las instituciones para frenar estos crímenes. Los móviles, como se aprecia en los relatos, se presentan como parte de un ejercicio de poder para diezmar al contrario en medio de un conflicto que se agudiza y por medio de un delito que, como expresa Margarita, se vive en silencio. Por eso, ella misma insiste en que: “Hay que ser fuerte y denunciar. Y toca pedirles a las autoridades que hagan algo, porque no están haciendo nada”.
Esta producción fue coordinada por Consejo de Redacción en alianza con la International Media Support. Las opiniones presentadas en esta publicación no reflejan la postura de ninguna de las organizaciones.
[1] El nombre de la mujer fue cambiado por petición suya y por su seguridad.
[2] El nombre de la víctima fue cambiado por petición suya.
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