Hogares a kilómetros: las dificultades de vivienda que enfrentan los migrantes venezolanos en Cali
Hoy, la capital del Valle alberga a más de 60 000 ciudadanos del vecino país. El 73 % de la población identificada por la Alcaldía habita las comunas con mayores índices de pobreza y violencia, o han encontrado refugio en zonas de invasión. Muchos viven en espacios mínimos, reducidos, en condiciones precarias y, si tienen dinero para pagar un arriendo, no lo tendrán para comer. Las siguientes historias reflejan la realidad de estos viajeros que buscaban un hogar en la sucursal del cielo.
Autor:
Alexander Campos Sandoval
A pie. A merced de conductores, campesinos y cualquier ser humano que le brindara agua o comida durante su viaje. El punto de partida: la frontera araucana; el destino, ‘la sucursal del cielo’. Ocho días tardó el esposo de Irma Rodríguez* en abrir el camino que un año después seguiría ella desde su natal San Carlos, capital del estado Cojedes, al noroccidente de Venezuela. Irma llegó a la Terminal de Pasajeros de Apure. Allí tomaría un taxi hasta la orilla del río Arauca. A cambio de algunos pesos, un barquero sudoroso la subió a la canoa que, después de atravesar las aguas del afluente, la llevaría a tierras colombianas. Atrás quedaron todas las posesiones que acumulaba a sus 34 años: una casa propia, unos muebles, una estufa, una nevera y otros electrodomésticos de menor cuantía. Hoy Irma trabaja de noche en un restaurante y su esposo repara bicicletas en un taller. Pagan 240 000 pesos al mes por ocupar una de las tres habitaciones de una casa en el barrio Floralia, ubicado en la Comuna 6, al oriente de Cali.
Yanira González (izquierda) y Elkin Chará (centro), conversan con Irma Rodríguez (derecha) sobre su situación migratoria.Foto: Alexander Campos Sandoval.
En cada migración hay un anhelo. En el caso de Irma, pasar de propietaria en San Carlos, a arrendataria en ‘la sucursal del cielo’, tenía una clara justificación: lograr que su esposo contara con la atención médica a la que no podía acceder en su país. “Mi marido está enfermo. Cada año debe practicarse una dilatación uretral, procedimiento que en Venezuela, debido a la escasez de medicamentos, resulta muy costoso. Llegamos a Cali pensando que aquí lo atenderían, pero no se ha podido”, dice sentada en un corredor de la Cancha de las Américas, un polideportivo ubicado en el sector donde vive. Yanira González, coordinadora departamental de la organización Colonia de Venezolanos en Colombia (Colvenz), le explica a Irma que todos los migrantes irregulares, quienes no cuentan con el Permiso Especial de Permanencia (PEP), el Permiso por Protección Temporal (PPT) o una cédula de extranjería, no podrán ser dados de alta en el Sistema General de Seguridad Social en Salud. Sin esos documentos tampoco accederán a los sistemas laboral y educativo, ni a los programas gubernamentales de ayuda, entre otros.
Los datos presentados por la Alcaldía municipal en el compendio de gestión de la atención a migrantes, revelan que en Cali viven 62 414 ciudadanos venezolanos; cifra aportada por Migración Colombia para 2021. Según Diego Padilla, subsecretario de Víctimas, “los extranjeros están contabilizados porque entraron con pasaporte. El subregistro es alto y los indocumentados son la verdadera emergencia humanitaria”. Sin embargo, poco más de la mitad de la población registrada en la ciudad cuenta con PEP; los datos de Migración Colombia indican que para 2018, año en que se realizó la última fase de entrega de este permiso, solo hubo 37 211 beneficiarios en Cali.
Yanira González también es migrante. Oriunda de Maturín, capital del estado Monagas ubicado al nororiente de Venezuela, se casó con un barranquillero, a cuya ciudad natal acudieron cuando se agudizó la crisis. Se mudaron un tiempo a Pasto y luego se trasladaron a Cali, que se ha convertido en uno de los principales puertos de llegada de los migrantes venezolanos a Colombia, así se aprecia en un mapa realizado en 2017 por la Secretaría de Educación Distrital de Bogotá y la Corporación Opción Legal.
¿Dónde vivir?
Elkin Chará, líder comunitario del oriente de Cali, le pidió a Yanira que dictara un taller para integrar a los migrantes de Floralia. “Acá llegan muchos venezolanos al sector del Jarillón porque el costo de la vida es muy bajo. Se puede alquilar un cuarto por 100 000, o por 120 000 pesos”, afirma. Y explica que la población de extranjeros que él tiene referenciada se dedica, en su mayoría, al trabajo informal.
A diferencia de Colombia, que como lo relata el académico Mauricio Palma históricamente ha sido un país del que se emigra, Cali ha sido una ciudad receptora de extranjeros. Durante el siglo pasado, allí encontraron su hogar numerosos migrantes libaneses, judíos y japoneses, entre otros. La capital vallecaucana, además, se ha expandido de manera inesperada desde 1960 (Siloé, Terrón Colorado, Meléndez, etc) pasando por 1970 y 1980 (San Luis, El Diamante, Charco Azul, etc) hasta 2010, cuando el 44 % de Cali estaba ya conformado por asentamientos subnormales, poblados por desplazados de otros municipios del Valle y de departamentos como Chocó, Nariño y Cauca.
Sin embargo, la descripción de Chará apunta a que, tal como lo hicieron en su momento las víctimas del desplazamiento, los migrantes venezolanos se ven obligados a poblar las periferias y las zonas deprimidas de la ciudad porque son las únicas que pueden pagar con sus inestables fuentes de ingresos.
Según los datos de la Subsecretaría de Víctimas, una dependencia de la Secretaría de Bienestar Social encargada de la orientación y la atención a los migrantes de Cali, la comuna 6 es la que alberga la mayor cantidad de ciudadanos venezolanos, con 3361 de ellos. Le siguen en su orden las comunas 1 (3294), 18 (2926), 15 (2864) y 21 (2393).
El contexto en que se inscriben los migrantes es hostil. Dentro de las 10 comunas donde se ha establecido mayoritariamente la población venezolana, se cuentan las cinco que han presentado las tasas más altas de homicidios entre 1998 y 2018, de acuerdo con cifras publicadas en agosto de 2019 en el portal de datos abiertos de la Secretaría de Seguridad y convivencia ciudadana de Cali. Estas son las comunas 13 (4368), 14 (3856), 15 (3768), 20 (2830) y 6 (2578).
“Los migrantes que viven en estos sitios están expuestos a diversos peligros. Puede que alguien les ofrezca dinero para cometer un asesinato o, en el caso de las mujeres, para ejercer la prostitución y, ante sus carencias monetarias, quizás se vean tentados a aceptarlo”, dice Chará.
Una de las actividades ilegales en las que se podrían ver inmersos es en la invasión de terrenos públicos y la instalación de asentamientos irregulares, un problema que Cali arrastra desde hace décadas. El pasado mes de mayo, el alcalde Jorge Iván Ospina amenazó con deportar a los venezolanos que habitan estos asentamientos.
El Jarillón del río Cauca está ubicado al oriente de Cali, es un gran muro de 17 kilómetros de extensión que se encarga de contener este cuerpo fluvial e impedir que sus aguas inunden los barrios ubicados cerca de sus orillas. Uno de ellos es Floralia, que forma parte de la comuna 6, un epicentro de inmigración; el hogar de Irma y Yanira. Si las paredes del Jarillón cedieran y el río se desbordara, habría una catástrofe ambiental y económica en la ciudad. Como se menciona en este especial del diario El País de Cali, las pérdidas sumarían cerca de siete billones de pesos, y la Sultana del Valle “tardaría 25 años en reconstruirse totalmente”. Sucesivas Alcaldías han buscado desalojar y reubicar a las familias asentadas sobre esta margen, pero las necesidades de los migrantes los han llevado a exponerse a los riesgos de habitar ese espacio, dificultando más el proceso.
Desde su oficina en el edificio de la Alcaldía de Cali, el subsecretario de Vivienda Junior Lucio Cuéllar admite que para una ciudad de dos millones y medio de habitantes, como la capital del Valle, “el ingreso de 81 000 personas nuevas, que es la estimación que manejamos en la dependencia, nos aumentan el déficit en materia de vivienda”. El funcionario hace referencia, por supuesto, al fenómeno migratorio de Venezuela para el que, en sus palabras, “no estábamos preparados”.
El Estado expulsor
Jeimy tenía 41 años cuando Jeimer, su único hijo, despertó una mañana sin poder pararse. Se arrastraba por la casa confundido y embargado por el miedo. Su trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) no tenía terapias de seguimiento hacía varios meses y la abrupta detención de su tratamiento, a causa de la escasez de medicinas en Venezuela, comenzaba a mostrar sus perjuicios.
Por eso hace tres años decidió abandonar Maracay, estado Aragua, donde siempre había vivido y trabajado, para migrar a Cali, donde su esposo se encontraba desde un año antes. “Hoy nuestro hijo está mejor. Recibe terapias en la Iglesia La Milagrosa. Lo aceptaron aún siendo venezolano, como un caso excepcional, porque lo refirió el colegio”, explica Jeimy, quien tiene un puesto de dulces y golosinas a las afueras de la institución; con las ventas obtenidas se sostiene actualmente.
Jeimy y Jeimer en una fiesta de Halloween organizada por Colvenz para niños de familias migrantes el pasado 31 de octubre. Foto: Angie Serna.
Antes de migrar a Colombia, Jeimy llevaba una buena vida en Maracay. Tenía un apartamento y un buen salario, trabajaba con el Ministerio de Hábitat y Vivienda de Venezuela identificando a la población vulnerable apta para recibir la asignación de una casa. Sin embargo, la pregunta que se hizo antes de salir de su país resume la situación de cientos de migrantes: “¿qué haces con el dinero si no hay nada para comprar con él?”.
En Colombia su realidad económica es diferente. Ahora que ella y su familia se alojan en el barrio San Antonio, en el centro de Cali, el dinero apenas les alcanza. “Pagamos 680 000 pesos de arriendo, sin servicios. Cada mes, para saldar las cuentas pendientes, necesitaremos más de 900 000 pesos. Antes podíamos comprar comida; hoy no. Hemos visto lugares más económicos, pero nos piden papeles y fiadores y no tenemos nada de eso”, dice Jeimy, quien es una migrante irregular.
Para los extranjeros como ella, que aún no cuentan con un permiso de permanencia y tienen pocos recursos, hallar un espacio cómodo y seguro donde vivir, se convierte en un anhelo difícil de lograr. “Hemos discutido con la Agencia Francesa para la Cooperación y con el Ministerio de Vivienda la posibilidad de apoyar con un subsidio de arrendamiento a estas familias. Pero hoy, ni el municipio ni el Gobierno central tienen acondicionado el marco normativo para brindarles subsidios a las personas que no tengan nacionalidad colombiana”, explica el subsecretario Junior Lucio.
Con su experiencia en el sector de vivienda venezolano, Jeimy opina que la situación habitacional de Colombia es muy negativa. “Vivir aquí es muy costoso. La gente se muere sin poder acceder a una casa. ¿Por qué un colombiano, a pesar de todo lo que se esforzó, todo lo que trabajó y aportó al Estado, no puede conseguir un lugar propio donde establecerse?”.
Y se mostró sorprendida por la distinción de nacionalidades que se hace en el país. “En los urbanismos que nosotros entregamos en Venezuela siempre había colombianos o chilenos, y nunca nos preguntábamos por su procedencia; lo que nos importaba era que esa persona o esa familia en realidad necesitara su vivienda”, afirma Jeimy, quien sí ha sentido la discriminación en su búsqueda de un nuevo hogar. “Cuando se dan cuenta de que eres extranjero, te dicen que los disculpes, pero que han tenido malas experiencias con arrendatarios de otros países, y te cierran las puertas”, concluye.
El subsecretario Lucio argumenta que solo el Gobierno nacional está en capacidad de ofrecer casas gratuitas y que, pese al vínculo histórico de nuestro país con Venezuela, los subsidios de vivienda en Colombia están pensados de manera complementaria al ahorro, al patrimonio o a los créditos bancarios. “Hay múltiples razones por las que no podemos entregar casas a los migrantes. Pero es la ley existente la principal razón para que esto no suceda”, dice, y recuerda que el nuevo Estatuto Temporal de Protección, adelantado por la Cancillería, ayudará a que las condiciones de los extranjeros irregulares mejoren y tengan un trato más igualitario.
Yanira González, quien en sus talleres debe explicarles el Estatuto a las comunidades venezolanas de los barrios de Cali, no siente tanto entusiasmo por la nueva normativa. “La idea de este proyecto es darnos un plazo de 10 años para adquirir una visa de residente que oscila entre un millón y tres millones de pesos”, explica. Una década en que los migrantes no tendrán estatus de ciudadanos ante las instituciones colombianas, poniendo en entredicho permanente la posibilidad de que se queden y formulen aquí sus proyectos de vida.
La distinción entre ser o no una ciudadana válida, legal, “regular”, la ha padecido Edmariee Valerio, una migrante de 29 años, también proveniente de Maracay. Aunque lleva casi seis años en Colombia y tiene un hijo nacido en Cali, ha sido víctima de la xenofobia.
Edmariee Valerio entre sus hijos Camila y Carlos Ariel, de 6 y 2 años respectivamente.
Según los datos de Migración Colombia, el éxodo venezolano hacia nuestro país se acrecentó a partir del cierre de la frontera con Colombia en 2015, declarado por la República Bolivariana. Hasta 2014, había 23 573 venezolanos en el país, cifra que para 2016 casi se había duplicado (54 747). En 2017 llegó una gran ola migratoria que elevó el registro a 403 702 y desde entonces no ha parado de crecer hasta ubicarse en 1 842 390 en agosto de 2021.
Edmariee y su esposo hicieron parte de la segunda oleada. Ella recuerda que en ese momento no habían llegado muchos de sus compatriotas a la capital vallecaucana, así que el trabajo era más abundante y se pagaba mejor. Por esa razón su esposo, maestro de construcción, pudo ahorrar lo suficiente para comprar un lote de ocho millones de pesos en Montebello, un corregimiento ubicado al noroccidente de Cali.
Sin embargo, mientras conseguían los materiales para construir su casa en el lote, empezaron a ser hostigados por los vecinos. “Nos insultaban, nos decían que cómo era posible que unos venezolanos consiguieran plata para comprar un terreno, que eso no estaba bien”, narra Edmariee. Finalmente, según su relato, los habitantes de la zona comenzaron a cerrarles la vía de acceso al lugar y la pareja migrante se dio por vencida. “Yo conocía mis derechos, pero para evitar más xenofobia, le regresé el lote a la señora y le pedí que me devolviera el dinero” concluye la joven.
Hogares a cuestas
De acuerdo con las estadísticas de la Fundación Renacer Esperanza, creada y administrada por migrantes venezolanas en Cali, buena parte de esta población habita en las zonas de ladera de la ciudad. Tan solo en Montebello hay 215 familias identificadas. Otras 42 se encuentran en el corregimiento de Golondrinas. Entre las veredas de Castilla, Pedregal y La Paz se cuentan alrededor de 35. En la vereda Campoalegre se registran 102 y en el sector de Aguacatal, 156.
Aquí los retratos de las personas que encabezan algunas de estas familias:
Gladys Tovar, 33 años
Proviene de Caracas. Ella y su esposo invirtieron todos sus ahorros en la compra de una casa en Barquisimeto. Sin embargo, el padre de Gladys enfermó de cáncer y, mientras ella iba y volvía de la capital, otra familia invadió su hogar. “Había una ley que prohibía desalojar a mujeres con hijos, así que no los pudimos sacar de allí”, cuenta.
Tras perder todo lo que tenía, decidió emigrar. Lleva cinco años y medio en Cali. Su esposo vino antes y ella viajó un mes después. Él llegó primero a La Mesa, Cundinamarca, “pero los arriendos allá eran muy caros”, explica.
En la sucursal del cielo vivieron primero en el barrio La Base, en casa de un familiar del marido de Gladys. Allí pagaban un arriendo de un millón de pesos entre cinco personas. Al empezar a trabajar, se independizaron en Montebello, donde abonan una cuota de 300 000 pesos mensuales.
“En Venezuela ejercía el oficio que estudié, era profesora de preescolar. En Cali he trabajado de cajera, de mesera, de recepcionista, ¡qué no he hecho! Al final me alegra porque de todo he aprendido”, afirma Gladys, quien asegura que le gustaría radicarse en Colombia. Cuando realizamos la entrevista, estaba en embarazo de su primera hija, hoy bautizada como Alanis.
Marisela Briceño, 32 años
Llegó a la Sultana en 2018. Dejó su país porque buscaba una mejor vida para sus dos hijos, a los que no tenía cómo alimentar en Venezuela. Además, estaba en embarazo de su tercer bebé.
Su esposo se había radicado en Cali desde enero de 2017. Es mecánico de motos en la carrera 15. Cada mañana paga 2200 pesos para viajar en un vehículo Jeep hasta su lugar de trabajo. La familia vive en un apartamento de 40 metros cuadrados, con dos habitaciones, que le cuesta 350 000 pesos de arriendo al mes.
Marisela no quiere quedarse en Colombia. “Tuve problemas con un señor que vive en el apartamento de abajo. Me dijo de todo porque los niños estaban haciendo ruido y no lo dejaban dormir; hasta me amenazó con una pistola”.
Daniel Guerra, 33 años.
Es bailarín y profesor de break dance, vive en Colombia desde hace casi cinco años. “Decidí emigrar porque en mi país me resultaba imposible ejecutar algunos de mis proyectos”, asegura.
En Valencia, su tierra natal, tenía una casa propia con los equipos y el acondicionamiento que requería su escuela de baile. “Estábamos empezando una pequeña empresa, organizábamos eventos, hacíamos franelas [camisetas]”.
Actualmente paga 400 000 pesos de arriendo, con servicios incluidos, por un hogar para su esposa, su hija y él. Casi a diario viaja al casco urbano de Cali para trabajar con su equipo. “Nos ganamos la vida con nuestras presentaciones callejeras, como se dice vulgarmente: ‘pasando la gorra’. Vivimos de lo que las personas nos dan. ¡Gracias a Dios nos ha ido bien!”.
Jisberlyn González, 26 años.
Viajó a Colombia en abril de 2021, cuatro meses después que su esposo. Los dos vivían en La Miel, estado Lara. Cada uno tenía su casa propia.
“La situación en Venezuela era muy difícil. No nos daba para nada. Estaba embarazada de ella [la bebé que carga en brazos] y no me podían hacer los controles ni me atendía el médico, entonces me vine para acá. Y fue lo mismo, solo me atendieron hasta que tuve los dolores de parto y la niña nació en urgencias”, relata Jisberlyn.
Daviali, su hija, nació en Colombia y tiene EPS pero, según cuenta, sigue siendo difícil que algún especialista la atienda.
Ella, su esposo y sus dos hijos viven en una habitación por la que pagan entre 205 000 y 220 000 pesos, dependiendo del valor mensual de los servicios públicos. En esa casa hay cuatro cuartos en arriendo. Tres están ocupados por familias venezolanas y uno por una pareja colombiana.
Yoleida Nataly Dávila Puentes, 35 años
Nació en San Juan, estado Mérida. Vivía con sus padres y su niño mayor. “Él tendría 4 o 5 años cuando decidí venir. Sufría de anemia, era necesario hacerle un tratamiento, pero en Venezuela no se podía”, afirma.
Una prima se ofreció a recibirla en Cali. Ante la falta de dinero les pedía a los choferes de los buses que la llevaran gratis junto a su hijo. Algunos accedieron, pero tenía que viajar de pie.
Al llegar a la capital del Valle consiguió empleo cuidando a una mujer mayor. Ganaba 100 000 pesos a la semana y con eso pudo contribuir al alquiler de una habitación que costaba 240 000 pesos al mes, donde vivió un tiempo con dos de sus hermanos.
“Quisiera quedarme. Pero aquí todo es costoso y las oportunidades son mínimas. No valoran el trabajo de uno”, afirma Nataly quien hoy está desempleada y sufre complicaciones de salud a raíz de su hipertensión y de la preeclampsia que enfrentó durante el más reciente embarazo.
Una esperanza en la integración
La única hija de Eglis García juega y baila junto a decenas de niños en la escuela República del Brasil, ubicada en Altos de Menga, una zona alejada, al norte de Cali. Este sector fue transformado en un espacio habitable por las manos de decenas de vecinos y a él han llegado muchos inmigrantes venezolanos desde 2017.
Eglis hace parte de ese grupo. Proveniente de los Valles del Tuy, zona rural del estado Miranda, dejó su país natal hace cuatro años después de entender que su trabajo en Venezuela no le daba el dinero suficiente para vivir y poder alimentar a su hija, que en esa época tenía cinco años. Con su cuñado y su hermana caminaron 900 kilómetros hasta Cúcuta y allí les dieron un “aventón” hacia Bogotá. Su viaje fue doloroso. En el trayecto a Cali estaba deshidratada y estuvo a punto de caer desmayada por falta de alimento. Pero en esta tarde soleada del último sábado de octubre de 2021, viendo la alegría en el rostro pintado de su hija (que ya tiene nueve años), siente que cada esfuerzo valió la pena.
El evento, organizado por Colvenz y la junta de acción comunal de Altos de Menga, es un espacio de integración para los niños, sin importar sus nacionalidades. Es el día del Halloween, una festividad que muchos venezolanos no celebran, por eso en este encuentro hay niñas y niños que lucen disfraces de superhéroes y supervillanos, y otros que apenas se acercan con timidez para que alguien les haga un dibujo en su mejilla.
En el centro, Eblis García, acompañada por su hija (izquierda) y la hija de una vecina, en la celebración de Halloween de Altos de Menga, el pasado 30 de octubre. Foto: Angie Serna.
Eglis, según sus propias palabras, trabaja “cuidando niños, limpiando casas y lo que salga”. Está ahorrando dinero para pagar una operación y retirarse la pila anticonceptiva que se hizo implantar en uno de sus brazos el año pasado, cuando fue recluida en el Hospital Universitario del Valle tras perder un bebé. “Sentía que me moría. Tenía la presión en 13 y me hicieron una transfusión de sangre”, relata. Sin embargo, sintió nuevas complicaciones con la pila: “Me está subiendo la presión, me está dando mareo, engordé. Mi cuerpo ya la está rechazando”.
Solo por un momento se rompe la armonía de esta tarde; las organizaciones de cooperación internacional, en estricta veeduría de los recursos que dan a Colvenz, le exigen a Yanira que cada dulce, cada globo y cada refrigerio se entregue a un niño venezolano. Esto provoca, sin quererlo, una nueva segregación. Los niños colombianos, también miembros de familias vulnerables, se quedan en la puerta esperando que sobre algo para ellos. Por fortuna la organización comunal ha preparado otros regalos y los entrega sin distinción.
Eglis afirma que la vida en Altos de Menga es tranquila y que con el trabajo que hace “se puede comer”. Además, cuenta que los vecinos les han tendido la mano muchas veces, como es el caso de su alquiler. “Pago 80 000 pesos mensuales y vivo con mi niña en un cuarto. Junto a mí vive la dueña de la casa con su hijo”. La fiesta termina y los vecinos se despiden amigablemente. Eglis debe regresar a Venezuela cuando su hija cumpla la mayoría de edad para que obtenga la cédula de ciudadanía. Ambas quieren quedarse a vivir en Colombia. Colaborar en la mixtura de nacionalidades que componen aquel barrio festivo y recién nacido. Como ellas, las familias venezolanas desperdigadas en el Jarillón, en las laderas, en cada comuna y corregimiento de la ciudad, esperan integrarse, al margen de la xenofobia y las limitaciones económicas, en los espacios que albergan transitoria o definitivamente a sus familias tras la crisis.
Esta investigación fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR), la Konrad Adenauer Stiftung (KAS) y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como parte del proyecto ‘Pistas para narrar e investigar la migración’. Las opiniones presentadas en este documental no reflejan la postura de estas organizaciones.
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