La sábana blanca de Jesús Castillo
En una tarde lluviosa del año 2000 un centenar de guerrilleros estuvieron a punto de reducir a cenizas la estación de Policía de Santa Cecilia con los quince agentes que había adentro. Pero entre el fuego a veces hay sorpresas inesperadas. Un maestro rural y un comandante de las Farc coincidieron por una vez en sus vidas y recuerdan aquel episodio intenso y dramático cuando el conflicto armado partió en dos la historia de ese pueblo lejano de Risaralda.
Autor:
Camilo Alzate
En una tarde Jesús Castillo detuvo la guerra. No toda la guerra, no para siempre. Qué más podía hacer él, un maestro rural de las selvas del Chocó y Risaralda, acostumbrado a visitar escuelitas ocultas en las montañas de los indígenas, el profe Chucho, como lo conocen los vecinos de Santa Cecilia, el licenciado en idiomas que es capaz de hablar la lengua de los emberá con la misma solvencia con la que conversaría en inglés o francés con un turista, el hombre que se entusiasma narrando y recopilando las leyendas de su tierra, tan apasionado con las serpientes, Jesús, el nieto de María Emiliana, Machucita, una negra descendiente de esclavos azotados. Jesús Antonio Castillo tiene una piel que quiere ser negra pero no acaba de serlo, tiene unos ojos risueños que, sin embargo, parecen siempre cerca del llanto, tiene las cejas espesas y la amabilidad a flor de labios.
Eran las tres pasadas de la tarde del 17 de marzo del año 2000 y el profesor Jesús estaba frente al escritorio, en los bajos de su casa de Santa Cecilia, revisando unos papeles del núcleo educativo que coordinaba.
–Yo, Jesús Castillo que es quien le habla, creyó que era el Ejército –recordará.
El profesor Jesús Castillo en las ruinas de la antigua estación de Policía, donde hoy funcionan los bomberos. Fotografía: Rodrigo Grajales.
Desde su escritorio, a través de la puerta abierta, el profesor vio un grupo de hombres vestidos de camuflado cruzando la calle principal, la misma por donde bajan los buses que viajan al Chocó. Como no vio mujeres –aunque las había– Castillo pensó que se trataba de un patrullaje de rutina de las tropas. Casi de inmediato sonó el estallido de la primera granada y un tropel pasó corriendo. Castillo se asomó, al primero que encontró fue al negro Leonel Mosquera, un vecino que trabajaba haciendo acarreos, altísimo y descalzo, gritando en medio de la calle: “profe, una toma, una toma”.
Un Frente completo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), a plena luz había tomado posiciones en los alrededores de Santa Cecilia para asaltar la estación de Policía, que era un rancho de dos pisos, viejo y desprotegido, en un costado de la plaza del caserío.
Santa Cecilia es un pequeño pueblo de cuatro calles junto al río San Juan, al occidente de Risaralda, en los límites con el departamento del Chocó. Pertenece a la jurisdicción de Pueblo Rico, el municipio más pobre del departamento, además uno de los que registra los peores índices de Necesidades Básicas Insatisfechas en todo el eje cafetero. Pueblo Rico, un paraje frío y cerrado de neblina sobre la carretera al Chocó, es la típica aldea de tradición antioqueña habitada por mestizos “paisas”; Santa Cecilia en cambio es un lugar caliente y húmedo 32 kilómetros más abajo, rodeado por montañas aparatosas y forradas de selva, donde viven principalmente afrocolombianos. Cerca del caserío, en las cañadas de los ríos Ágüita y San Juan, existen varios territorios de indígenas emberá.
En menos de diez minutos, la casa del profesor Castillo se había llenado de gente que buscaba refugio huyendo de los primeros tiroteos. “Nos tomaron el pueblo”, decía alguno; “yo dejé el fogón prendido y la tienda abierta”, se lamentaba otra; “profe nos van a matar”, lloraba alguien más. ¿Y dónde estaban los muchachos que no habían salido de la escuela? ¿Y los maridos que aún no regresaban de las fincas? ¿Y los niños que hace un rato jugaban en la plaza?
Eran las tres pasadas de la tarde. Parecía que iba a llover.
Una casa abandonada en las afueras del corregimiento. Se cree que la mitad de la población huyó desplazada hacia Pereira y otros municipios del Eje Cafetero. Fotografía: Rodrigo Grajales.
Si se toma como referencia únicamente las páginas judiciales, la toma de Santa Cecilia fue un evento inofensivo y menor comparado con la desmesura del conflicto armado en aquellos años de ataques guerrilleros atroces y matanzas paramilitares por todo el país. Según señalaron algunos estudiosos de la evolución del conflicto armado, era el momento de mayor expansión y poderío de las dos principales guerrillas, las Farc y el Eln, que alcanzaron a controlar casi un 40% del territorio nacional. Aquello obligó al presidente Andrés Pastrana a intentar diálogos con ambas guerrillas durante su periodo, entre 1998 y 2002. Pastrana sostuvo unas fallidas negociaciones con las Farc en San Vicente del Caguán, que finalizaron con una guerrilla fortalecida militarmente y con la puesta en marcha del Plan Colombia, una enorme ofensiva militar ejecutada con dinero, apoyo logístico y supervisión de los Estados Unidos.
En Santa Cecilia sólo hubo un par de víctimas inmediatas. Uno, el carnicero y ex concejal Edgar Palacios, a quien los guerrilleros mataron cuando caía la tarde, otro el cabo José Norberto Pérez, secuestrado durante la toma y asesinado dos años después. Otros dos miembros de la fuerza pública murieron al día siguiente en combates aislados cuando las tropas se aproximaban al caserío.
Pero las consecuencias físicas, sociales y económicas de la toma resultaron desastrosas para la población y aún perduran. Cuarenta viviendas sufrieron daños debido a las explosiones, cinco estaban destruidas por completo. El acueducto quedó averiado con destrozos que costaban 15 millones de pesos de la época. La población no soportó el miedo de vivir bajo la presión de tres actores armados distintos, no concebían que en un retén bajaran del bus al primer sospechoso y lo ajusticiaran delante de todo el mundo para echarlo a flotar al río, como cuentan que sucedió algunas veces. No querían que sus hijos terminaran con un fusil al hombro seducidos por la guerra. Por eso prefirieron huir a Pereira, a Dosquebradas, a La Virginia, a Pueblo Rico, a Cali.
No hay cifras claras pero se calcula que aproximadamente la mitad de la población del corregimiento y sus veredas cercanas se desplazó –alrededor de un millar de personas– muchos nunca retornaron. El Diario del Otún informó apenas una semana después de la toma que 82 familias habían abandonado el pueblo, un éxodo que apenas empezaba y que se prolongó durante los años siguientes. Algunos desplazados lograron cupos en proyectos de vivienda para víctimas del conflicto, otros sobrevivían en ranchos de plástico y latas en cualquier cañada. En Pereira estos desplazados malvivieron vendiendo chontaduros en las esquinas o de peones cargando ladrillos y cavando zanjas en la primera construcción que se ofrecía a engancharlos.
La economía del caserío se derrumbó abruptamente. El miedo no dejaba salir, los cultivos quedaron abandonados. El pueblo sufría confinamientos y desabastecimientos persistentes pues los transportadores preferían no aventurarse por la carretera al Chocó ya que los asaltos, las quemas de vehículos y los retenes ilegales eran cotidianos.
Y siguió el señalamiento: Santa Cecilia era visto como un pueblo de guerrilleros y colaboradores, una “zona roja”, impenetrable para la fuerza pública. La población también fue blanco de los grupos paramilitares. El Frente Héroes de Chocó de las Autodefensas Unidas, que ya operaba en buena parte de la región del río San Juan disputando el territorio a las guerrillas, alcanzó a hacer una incursión en noviembre de 2002: mientras subían por la carretera se detuvieron en Mumbú, Gingarabá y Guarato, tres aldeas del Chocó a pocos kilómetros de Santa Cecilia. Los pobladores recuerdan que mataron a un señor, quemaron 10 viviendas y le pegaron tiros a los cerdos y las gallinas, provocando el éxodo de 700 personas que se refugiaron en Santa Cecilia, donde ocuparon las casas abandonadas.
Cuatro años después de la toma, el 6 de junio de 2004, un operativo conjunto del Ejército y la Policía denominado “Operación República IV” derivó en la captura masiva de 49 vecinos que fueron acusados por la Fiscalía de integrar las redes de milicias de las Farc y el Eln. La mayor parte eran inocentes y algunos de los detenidos ni siquiera vivían ya en el pueblo porque también se habían ido corriéndole a la confrontación, como José Aviece Pino Mosquera, que perdió su vivienda a causa de las explosiones durante la toma, sin embargo eso no lo salvó de ser acusado de guerrillero. Seis meses después fueron puestos en libertad y entablaron una demanda millonaria contra el Estado. En 2011 ganaron el pleito y recibieron una indemnización de mil millones de pesos que se repartió entre ellos y sus familias.
Jesús Castillo en un puente sobre el río San Juan. El profesor ha sido un líder y referente importante para su comunidad. Fotografía: Rodrigo Grajales.
A Gadafi se lo reconocía en la Zona Veredal de Llanogrande por un radioteléfono colgado de la cintura y la barba espesa pero bien cuidada que lo revelaba idéntico al par de fotografías que las autoridades publicaron de él una década atrás, cuando fue uno de los guerrilleros más temidos y buscados en Antioquia y Caldas. Era el mismo hombre fornido de tez blanca y mirada tranquila aunque ya no usaba boina. Estaba viejo, quizá cansado, con canas y arrugas. Pasaba la mayor parte del tiempo acostado debido a unas complicaciones cardiacas que lo aquejaban de años atrás.
Gadafi, cuyo nombre real es Hernán Gutiérrez Villada, fue uno de los comandantes de las Farc que participó de las avanzadas que desde el Urabá conformaron dos Frentes guerrilleros en la región cafetera a mediados de los noventa. Uno de aquellos Frentes fue el Aurelio Rodríguez, un grupo que operaba en el occidente de Risaralda y el sur del Chocó. Otro fue el Frente 47, cuya zona de influencia era el norte de Caldas y el oriente de Antioquia. Gadafi integró ambos en distintos momentos y terminó siendo parte de la dirección del Frente 47. Aquella estructura acabó desarticulada por la presión del Ejército después de la muerte de alias Iván Ríos –miembro del secretariado de las Farc y superior inmediato de Gadafi– quien fue asesinado por su propio escolta en un paraje montañoso del municipio antioqueño de Sonsón en 2008. Tras esa muerte vino la entrega de Neyis Mosquera, alias Karina, otra líder histórica del Frente 47. Gadafi quedó al mando y consiguió escapar a múltiples cercos y operativos militares viendo como sus subalternos morían o desertaban, al final se escondió en una ciudad regresando de nuevo a la guerrilla en las selvas del Chocó, donde fue degradado al rango de combatiente raso, él, que había sido nada menos que un comandante.
En 2015, durante el proceso de paz se concentró con otros cientos de combatientes en el río Arquía y de allí viajó a La Habana para integrar la delegación de las Farc en la mesa de negociaciones. A principios de 2017 llegó al municipio de Dabeiba, en Antioquia, a la Zona Veredal Transitoria de Normalización de la vereda Llanogrande, donde 300 guerrilleros hicieron su proceso de reincorporación a la vida civil.
De él se cuentan historias terribles y sorprendentes a la vez, como que le cortó la cabeza a unos carabineros durante los combates de Arboleda, en Caldas, algo que nunca pudo confirmarse, o que había dado órdenes de fusilar a la mayoría de sus propios subordinados bajo acusaciones de ser infiltrados del enemigo. También se cuenta que en sus manos quedó la suerte de 16 policías que cayeron en su poder cuando comandó la toma guerrillera en Santa Cecilia el 17 de marzo del año 2000.
Soldados caminan por una carretera rural de Pueblo Rico que conduce a la base militar del Cerro Montezuma, en los límites entre Chocó y Risaralda. Fotografía: Rodrigo Grajales.
La enfermera Soledad Andrade contará que cuando ella salió del turno la guerrilla había tomado posiciones. “Estaban ya ellos por aquí regaditos, fueron bajando. Era de día, un sol caliente y los muchachitos jugando allá en la plaza, y ellos acomodando pipetas de gas en los andenes”. La enfermera tenía un hijo con Edgar Palacios, el carnicero del caserío que también había sido concejal de Pueblo Rico. Edgar fue asesinado por los guerrilleros antes de que cayera la noche. A Edgar, lo buscaron en su casa y fue la única víctima fatal de ese día en el caserío, las causas que motivaron su muerte son confusas. La guerrilla lo acusó de ser informante del Ejército y colaborador de los paramilitares, pero mucha gente en Santa Cecilia sigue pensando que quienes lo señalaron fueron personas que le debían dinero. La enfermera Soledad Andrade se desplazó después de la toma. Se fue a vivir en Pueblo Rico, a los hijos los mandó a estudiar a Dosquebradas.
Tarcila Machado contará que cuando sintió las explosiones de las bombas cayó en cuenta que sus niños andaban en la calle, que había que meterlos a la casa. “¿Y cómo los metíamos?” se pregunta mientras recuerda aquel día. Tarcila Machado contará que junto a su marido trató de salir por los hijos pero en las escaleras de la casa se atrincheraron varios guerrilleros. Como la casa era de esterillas y tablas, tuvieron que echarse los colchones encima por temor a las balas.
Noelio Cuesta, el músico del pueblo, contará que él estaba en su rancho cuando los vio brincar armados a la carretera abajo del caserío, en la salida hacia Guarato. Ahí fue que le gritaron “entráte negro, que no es con vos”. Y al poco rato empezó el combate.
La guerrilla se fue una vez concluyó el ataque y el Ejército bajó desde Pueblo Rico al día siguiente. Pero los guerrilleros volvieron dos semanas más tarde porque ya no había policías en el pueblo. Santa Cecilia estuvo cuatro años sin presencia permanente de la fuerza pública, a merced de tres grupos guerrilleros distintos que se instalaron en las montañas vecinas: las Farc, el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y el Ejército Revolucionario Guevarista (Erg), una pequeña disidencia del Eln que los habitantes recuerdan por su carácter especialmente cruel y sanguinario.
Por eso Victoria Serna contará que ella tenía dieciséis años y estaba embarazada de su único hijo, y que las guerrillas eran la nueva autoridad pero la gente les tenía miedo, y ella, que nunca se desplazó ni abandonó su pueblo, era una de las pocas que se atrevía a salir de la casa por la noche mientras se instalaba una especie de toque de queda no declarado, una zozobra a la que nadie estaba acostumbrado.
Leonel Mosquera contará que en los días posteriores a la toma tuvo que hacer acarreos en su camioneta para los guerrilleros. ¿Quién iba a negarse sí llegaban armados hasta los dientes para pedir un vaso de agua o un favor? recuerda Leonel. Los milicianos lo buscaban para que les hiciera viajes con cargamentos de comida y remesa hacia sus campamentos, él no podía decir que no. Le pagaban, es verdad, pero no era ningún colaborador de la guerrilla, como insinuó la Fiscalía en una acusación colectiva contra medio centenar de pobladores a los que cuatro años después de la toma apresaron y embarcaron en un camión, como si fueran ganado, rumbo a los juzgados de Pereira.
“A mí me llevaron seis meses y medio a la cárcel de La Dorada”, dice Leonel, a quien el Estado colombiano indemnizó tras una larga demanda por daños y perjuicios. “Yo no sé, yo no quiero oír ni saber con nadie, para mí que no vuelva ninguno de esos grupos. Ellos allá y yo acá” reniega Leonel Mosquera cuando alguien le habla de la paz con las Farc. “No quiero saber nada de eso. Nada”.
José Germán Osorio, quien ejercía como alcalde de Pueblo Rico, contará que aunque su mamá, su esposa y sus hermanos se opusieron, la mañana que siguió al ataque guerrillero decidió viajar hasta Santa Cecilia a ver qué había pasado. Osorio confiesa que los ojos se le encharcaron viendo las casas destruidas, los daños en el parque, el sentimiento de desolación de los pobladores. Una semana más tarde la guerrilla lo citó en la vereda Ágüita, una pequeña aldea indígena a media hora de Santa Cecilia, cerca del río San Juan.
El trayecto en la trocha estaba custodiado por guerrilleros, allá lo recibió un hombre fornido, de barba espesa y porte de guerrero. Se presentó como Gadafi, el comandante. Germán Osorio le hizo varios reclamos, todos relacionados con los daños que había sufrido el caserío, entre otros, se habían robado la ambulancia del pueblo que terminó estrellada en el río San Juan. “Usted es chiquito pero tiene unas güevas muy grandes, alcalde –recordará Germán Osorio que le dijo el guerrillero– porque me regañó aquí delante de todo mundo. Estamos en guerra y escogimos Santa Cecilia porque el gobierno no se ha dado cuenta de la importancia de este corredor, nosotros si la vemos”.
El alcalde Germán, quien propuso al gobierno una zona de distensión militar como la del Caguán para su municipio, no pudo terminar el mandato: tuvo que renunciar pues, según él, recibió presiones y amenazas de todos los grupos armados, incluyendo a los militares del Batallón San Mateo en Pereira, que lo consideraban un simpatizante de la subversión. “Usted sería un buen guerrillero”. Eso le había dicho Gadafi aquella vez que se conocieronen una de las cañadas que desembocan al San Juan.
El profesor muestra el lugar en la misma calle donde tuvo el encuentro con los guerrilleros durante la toma. Fotografía: Rodrigo Grajales.
Una hora después de iniciado el combate, las pipetas de gas cargadas de explosivos que los guerrilleros lanzaron derribaron varias paredes y parte del techo de la estación de policía. Por el suelo de la plaza quedaron destripados lulos y borojós de un pequeño local de frutas. No cesaban las balas de lado a lado. El profesor Castillo se atrevió a salir hasta la escuela, a una cuadra de su casa, pero los guerrilleros no lo dejaron pasar. “¿Usted es médico?” le preguntaron, él respondió que no: era el director del núcleo educativo, tenía preocupación por los estudiantes que hubieran podido quedar ahí atrapados. “No es necesario, si sucede algo le avisamos” respondieron.
Fue después, frente al puesto de salud, diagonal a la escuela, cuando Jesús Castillo encontró a tres hombres con pinta de comandantes. En su memoria se repiten las imágenes de aquella tarde con precisión; unos se comunicaban por radioteléfono, otros descargaban pipetas con explosivos desde un pequeño furgón que había pasado la mañana aparcado en el andén de su casa. El profesor recuerda que charló temprano con el conductor del furgón, recuerda que aquel le recibió un vaso de refresco y fingió que transportaba un cargamento de papel higiénico. “Vea, paren esto, el pueblo va a quedar destruido” les imploró Castillo a esos que parecían los jefes. Uno de ellos le respondió:
–Mire, esos tres o cuatro hijueputas que hay allá no se quieren entregar. Nosotros no nos vamos sin por lo que vinimos –le respondieron.
Jesús Castillo se propuso como mediador, sugirió que podía entrar a hablar con los policías. No fue un gesto calculado, ningún arrebato de heroísmo; era el resultado lógico de la desesperación repentina que ya embargaba a todos los pobladores. Para su sorpresa, los comandantes aceptaron la propuesta.
–Listo, vaya –le dijeron.
Lo que siguió el profesor Jesús lo describe con una agitación contenida que suele desbordarse poco a poco hasta mojarle los ojos. Es el mismo relato que puede oírse en las voces de los demás pobladores, o lo que cuenta el hoy sargento César Augusto Sanz, uno de los policías sobrevivientes que resistían en la estación.
Del puesto de salud Castillo agarró una sábana blanca y la enredó como mejor pudo de un tubo, segundos después los insurgentes recibieron la orden de cesar el fuego y el profesor atravesó la plaza de Santa Cecilia rumbo a la estación en ruinas agitando su improvisada bandera, gritaba con toda la garganta:
–Va Jesús Castillo, ustedes me conocen, por favor no me vayan a disparar, vengo con una propuesta.
La carretera entre Pereira y Quibdó es la vía más importante del departamento del Chocó y los grupos armados se han disputado su control desde mediados de los noventa. En la imagen: trincheras y fortificaciones a pocos kilómetros de Santa Cecilia. Fotografía: Rodrigo Grajales.
Gadafi nunca ocultó su decepción con el proceso de paz. Decía que se sentía “traicionado” y “entregado” por sus propios jefes después de haber pasado treinta y siete años en las filas. Le repitió lo mismo a otros periodistas que pudieron hablar con él mientras estuvo en Dabeiba. “Hay una guerra que es la de darse balas y tirar bombas, esa es la más fácil de entender, la que todo el mundo conoce” afirmaba, “pero hay otra donde usted duerme, come y vive con el enemigo, no todo mundo entiende esa guerra”. Gadafi aseguraba que un hijo suyo había sido guerrillero igual que él, y que lo fusilaron las mismas Farc en el Cauca acusado de ser un desertor. Decía que en su familia lo habían odiado y despreciado por eso.
Sus inicios en la guerrilla se remontan a los ochenta, cuando era sindicalista en las bananeras del Urabá y militante de la Unión Patriótica. A raíz las amenazas y la persecución sistemática contra ese movimiento político muchos, como él, vieron en el monte el refugio más seguro para escapar de la muerte. Aquel joven sindicalista era admirador del coronel libio Muhamar Gadafi, el dictador que antes había sido estandarte del nacionalismo árabe en el norte de África, fue en su honor que tomó aquel seudónimo en la clandestinidad.
Gadafi parecía un hombre derrotado pero no doblegado, con el cuero endurecido por la guerra, a veces frío y drástico en sus juicios. La trayectoria probada de Gadafi incluye la participación en la toma de Nariño (Antioquia), el ataque a la base militar del cerro Montezuma en Pueblo Rico (Risaralda), las tomas de Arboleda y Montebonito (Caldas), por esta última fue condenado como reo ausente a sesenta años de prisión, la máxima pena posible en el país. Según un informe del portal Verdadabierta.com, también hizo parte de los “consejos de guerra” que ordenaron el fusilamiento de decenas de guerrilleros de los Frentes 47 y 9 en el oriente antioqueño entre 2002 y 2008. Inexplicablemente, a Gadafi nunca se lo relacionó con la toma de Santa Cecilia, cuya responsabilidad se atribuía erróneamente a Karina y a Rubín Morro (Martín Cruz Vega), otro comandante que llegó luego a la región.
El pasado de Gadafi se cifraba en el rumor y la conjetura, un pasado difícil de probar, por eso para elaborar esta crónica se envió un derecho de petición al coronel César Augusto Rojas, comandante del Batallón San Mateo de Pereira, solicitando los informes de inteligencia, las órdenes de batalla, los radiogramas y otros documentos militares que pudieran dar pistas sobre él y en particular sobre los hechos relacionados con la toma de Santa Cecilia. No obstante, el coronel Rojas negó el derecho y no entregó ninguna información argumentando razones de “seguridad nacional”.
Jesús Castillo en su casa de Santa Cecilia emocionarse y llorar cada que recuerda aquella tarde en que detuvo la guerra con una sábana blanca en la mano. Fotografía: Rodrigo Grajales.
Adentro de la estación el profesor se topó con unas guaduas derrumbadas, mucho humo y cuatro fusiles que le apuntaban a la cara. Varios de los policías estaban atontados por las explosiones, uno sangraba por las orejas, había también una mujer con un niño de brazos, era la esposa de otro uniformado. “Profe” dijo el primero que lo reconoció “¿Cómo está eso ahí afuera?”. Castillo detalló la cantidad de insurgentes que rodeaban el pueblo y lo bien armados que estaban, dijo que venía a intentar sacarlos con vida de ahí, pero los policías se negaron de plano: ellos habían jurado defender sus armas y sus uniformes, no iban a rendirse así sin más.
La situación era complicada porque casi no tenían munición y la guerrilla había cortado las líneas telefónicas y la electricidad desde el comienzo del combate, por eso los uniformados quedaron incomunicados sin radioteléfono. Entonces el profesor señaló al bebé que cargaba la mujer: “Miren ¿este niño qué culpa tiene de todo esto?”.
Jesús Castillo entró y salió de la estación varias veces oficiando como intermediario en una negociación exprés que tenía el único propósito de parar el fuego y garantizar la vida y la integridad de los policías. Los uniformados pedían que no los mataran ni los secuestraran, el comandante guerrillero aceptó. “Necesito saber con quién estoy hablando” le preguntó el profesor al comandante. Aquel le tendió la mano:
–Yo soy el que está a cargo de esto aquí. Llámeme Gadafi.
Quince policías fueron saliendo en fila india desde los escombros mientras los guerrilleros los desarmaban y colocaban sus fusiles en las bancas de la plaza. Las explosiones dejaron unos cráteres del tamaño de un carro pequeño y había pipetas que no estallaron caídas por ahí. De la estación sólo quedaron unas cuantas paredes blancas y verdes, descascaradas, llenas de boquetes después que las guaduas y tejas del techo se desplomaran. El escudo de la institución, pintado sobre el muro del frente, permanecía misteriosamente intacto. Por el suelo sobresalía un reguero de ladrillos rotos y maderos astillados y escombros, como si en lugar de un combate hubiera ocurrido un terremoto.
Los patrulleros César Augusto Sanz, Jorge Eduardo Pulido, Jaime Alberto Castañeda, David Mancera y Rubén Darío Uchima salieron heridos de la estación. Faltaban tres: uno estaba de permiso, otro era el cabo José Norberto Pérez, que ya había sido secuestrado en las oficinas de Telecom. El último era José Hoover Vega, a quien sus compañeros llamaban “el viejito” porque estaba a punto de jubilarse. Al escuchar los primeros disparos, Vega escapó de la estación por una alcantarilla que desembocaba a una construcción aledaña, se quitó el uniforme, ocultó su fusil y amaneció escondido debajo de la casa de un vecino cuyo patio daba al río San Juan. Cuando llegó el Ejército al día siguiente, José Hoover Vega, el viejito, apareció en pantaloneta pidiendo ayuda, por eso algunos periodistas difundieron la versión de que los uniformados estaban jugando un partido de futbol en el momento de la toma, versión que todos los testigos presenciales niegan.
Los policías rendidos fueron conducidos al patio de la escuela, donde Gadafi comenzó a hablar. Les dijo que casi no habían podido con ellos, que eran muy “verracos”, pero ¿para que se pegaban de esos fusiles? ¿Se iban a hacer matar por lo que no era de ellos?
–Nosotros también somos el pueblo, iguales que ustedes, que no son hijos de Ardila Lulle –les decía Gadafi–. Miren, ahí hablamos con el maestro y lo que hablamos con él se va a cumplir.
Gadafi siguió con las arengas: que estaban en guerra, que buscaban un cambio para el país. La gente había salido de las casas, ahora el pueblo entero rodeaba la cancha de la escuela donde los policías escuchaban el discurso de los guerrilleros. La lluvia los empapaba a por igual.
–¿Quiénes tienen restaurante aquí? –preguntó Gadafi. Varios de los pobladores levantaron la mano–. Sí son tan amables, van a traer comida para darle a los agentes.
César Augusto Sanz, uno de los patrulleros heridos, fue atendido por la enfermera del Frente guerrillero, Sandra Patricia Cartagena, conocida en la guerrilla como La Choiba. Ella había vivido cuatro meses como civil en Santa Cecilia, donde trabajó en un restaurante mientras aprovechaba para hacer las labores de inteligencia que le permitieron a las Farc planificar el ataque.
La Choiba conocía el interior de la estación pues había entrado algunas veces a llevar almuerzos cuando vivió como civil en el pueblo. Sin embargo, nadie la reconoció el día del combate. A La Choiba la capturaron a finales de ese mismo año en Pereira y fue condenada junto a otros dos guerrilleros por los hechos de la toma. Sanz recuerda que ese día guerrilla ella le ordenó que “pelara las nalgas” para aplicarle una inyección. César Augusto Sanz cree que él y sus compañeros le deben el pellejo al profesor Castillo por su valentía, pero también a Gadafi que les respetó la vida.
–Les certificamos que no somos asesinos. Ojalá en todos los pueblos hubiera personas como este maestro. No sabemos quién es, no lo conocemos, no vayan a joderlo pasado mañana diciendo que es cómplice nuestro –dijo Gadafi antes de que sus hombres se retiraran–. Agentes, ahí quedan en manos del pueblo, agradézcanle al maestro que habló con nosotros y le cumplimos. A este señor no lo conocemos, pero agradézcanle. Ojalá en todos los pueblos hubiera gente como él.
Los guerrilleros pintaron con aerosol verde en un muro: “PARAMILITARES NO ASESINEN INDEFENSOS CAMPESINOS. BUSQUENOS. FARC-EP”. Montaron sus pertrechos en los buses parados sobre la carretera. Ya había anochecido. Aunque la gente se opuso, se llevaron con ellos al cabo José Norberto Pérez. Dijeron que habían acordado respetar la vida y la libertad de los policías de la estación que se rindieran, pero a este lo habían cogido antes. Dijeron que era “canjeable”, así era como llamaban a los miembros de la fuerza pública secuestrados que querían intercambiar por guerrilleros presos en las cárceles.
El cañón del Chamí que desemboca cerca de Santa Cecilia fue el refugio del Frente Aurelio Rodríguez de las Farc. Es una zona habitada por indígenas emberá chamí y katíos. Fotografía: Rodrigo Grajales.
Gadafi explicó que las tomas guerrilleras al occidente del Eje Cafetero obedecían a un plan estratégico que buscaba trazar un corredor entre el Pacífico y el centro del país. Para las Farc, Santa Cecilia era un punto clave que permitía el control de la vía más importante hacia el departamento del Chocó, una región pobre y olvidada pero llena de riquezas, que tiene dos enormes corredores fluviales, uno hacia el Pacífico con el río San Juan y otro hacia el Atlántico con el río Atrato. El conflicto armado se había desplazado hacia el litoral Pacífico en los años noventa y antes de Santa Cecilia las Farc habían tomado el corregimiento de San Antonio del Chamí en Risaralda, consolidando una zona bajo su dominio en todo el cañón del Chamí, que desemboca en las inmediaciones de Santa Cecilia. Del mismo modo habían atacado los poblados de San Lorenzo y Marmato, en Caldas, y meses después asaltarían la base militar del cerro Montezuma, a pocos kilómetros de Pueblo Rico.
Gadafi dijo que no conocía la suerte posterior de los policías de Santa Cecilia, a quienes la institución les abrió un proceso disciplinario por traición después de la toma. Al Estado, aseguró, sólo le servían cuando se hacían matar. “Nosotros recogimos las armas, reunimos los policías, les dimos la charla, atendimos unos heridos que había y nos llevamos al sargento” recordó. “La charla fue una vaina de explicarles el por qué de la toma, la situación que se daba en el país, los fines que perseguía las Farc, y felicitarlos que no se hayan hecho matar ahí en ese puesto”.
El proceso disciplinario contra los policías no prosperó y todos fueron reintegrados al servicio, entre otras cosas ayudó la declaración del profesor Castillo, quien testificó a favor, argumentando que sólo importaba en aquel momento detener la confrontación pues el pueblo completo iba a quedar destruido.
Gadafi recordó en particular la historia del cabo José Norberto Pérez, el jefe de los patrulleros, secuestrado antes del combate cuando se lo toparon desarmado y vestido de civil en las cabinas de Telecom. “El sargento Pérez tuvo una suerte muy desgraciada” dijo. “Yo me lo llevé para el oriente antioqueño y lo juntamos con otros retenidos [secuestrados] que teníamos allá. Alguien tendrá que saber qué pasó con el sargento, yo nunca supe. Escuché la noticia que lo habían matado. Estaba muy lejos de donde yo me encontraba. Pero también escuché la noticia del niño de él, que tenía cáncer”.
El caso del cabo Pérez se hizo célebre porque su niño, enfermo de cáncer, le enviaba mensajes al papá a través de la televisión. El hijo del cabo Pérez falleció el 18 de diciembre del 2001 y su padre fue asesinado en abril del año siguiente en un paraje rural de Granada (Antioquia), cuando completaba dos años en poder de las Farc.
En la Zona Veredal de Dabeiba, ya desarmado y enfermo, Gadafi parecía un hombre que añoraba aquellos días de batalla, no se resignaba a perder su porte de guerrero glorioso. Sentía orgullo de haber pertenecido a esa que fue la guerrilla más vieja de América. Siempre terminaba hablando de su lucha que consideraba fracasada por la cobardía de unos comandantes que, según él, se sintieron viejos o cansados para enfrentar al enemigo. “Otros tuvimos sueños –dijo hablando del fracasado proyecto de tomar el poder por las armas– y vemos esos sueños desmoronarse”.
Jesús Castillo, como tantos, se fue de Santa Cecilia durante una década. Sus superiores en la Secretaría de Educación del Departamento presintieron que su vida corría peligro, por eso lo trasladaron a otros municipios de Risaralda. Trabajaba en Dosquebradas cuando por fin se jubiló y pudo volver a su pueblo.
Pero su hazaña no fue olvidada. A veces los meseros le ponen cerveza gratis a la mesa del billar, alguien le invita sin que él se dé cuenta. A veces se encuentra en las calles de Pereira con los agentes a los que salvó la vida y ellos lo abrazaban sobrecogidos por la emoción. A veces se recrimina no haber porfiado más para impedir que los guerrilleros se llevaran al cabo Pérez. A veces se le quiebra la voz y se le empañan los ojos cuando evoca ese momento y murmura que tal vez fue un cobarde, que quizá le faltó arrojo, y recuerda como el cabo le pidió papel y lápiz para escribir una nota a su señora.
Jesús Castillo, el nieto de María Emiliana, esa negra cuyos abuelos habían sido esclavos azotados, esa que lo crió en un rancho de tablas mandándolo a traer agua del río San Juan, y que le narraba historias cada noche bajo el candil de una lámpara de aceite mientras lo acostaba sobre una estera, Chucho, el profe, hoy pasa los días tranquilos en Santa Cecilia, su pueblo, escribiendo libros de poemas y coleccionando orquídeas que saca del monte y conversando en lengua emberá con los indígenas que vienen a hospedarse en su casa, ahora convertida en un modesto hotel. Sabe –y lo repite con frecuencia– que su vida entera se justifica por esa tarde de marzo en que detuvo la guerra con una sábana en la mano.
No toda la guerra, no para siempre. ¿Qué más podía hacer él sí solamente era un hombre, nada más, nada menos?
Investigación realizada bajo el proyecto “Periodismo parra narrar la memoria” de Consejo de Redacción, con el apoyo de la AGEH y la DW.
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