Las venezolanas que encontraron oportunidades en Caño Indio
Autor:
Paola Rodríguez Gáfaro
Todos los conflictos representan crisis, pero también oportunidades. En los últimos años, Venezuela ha padecido los embates de un conflicto social, económico y político que no termina de avizorar ninguna resolución parcial, mucho menos total, y uno de sus efectos más visibles ha sido la migración de su gente.
Según el R4V, la plataforma de coordinación interagencial para refugiados y migrantes de Venezuela, más de cinco millones de personas están huyendo de la emergencia humanitaria que vive Venezuela, casi dos millones han llegado a Colombia, aproximadamente la mitad son mujeres.
Y en el AETCR Caño Indio hay dos de ellas: Rosangélica y Lucía, entre los aproximadamente 30 venezolanos que allí viven junto a los reincorporados y que han encontrado nuevas oportunidades de vida en una tierra que, aunque ajena, abre sus brazos para incluirlos e integrarlos.
Rosangélica: bachiller por partida doble
Rosangélica migrante venezolana en el AETCR de Caño Indio
Rosangélica dice ser la primera venezolana en llegar al AETCR de Caño Indio, hace ya casi tres años. Es de La Guaira, estado Vargas, Venezuela. Salió de su tierra con una historia común que subyace a muchas madres solteras que migran desde la otrora nación petrolera: buscar un futuro mejor para sus hijos. “No tenía trabajo, no tenía nada que darles a mis hijos de comida”, cuenta.
Ella nunca ambicionó salir de su país, pero sí llevaba mucho tiempo preocupada por el futuro de ella y de su familia. Hasta que por fin tomó la decisión de huir en 2017. En medio de distintas peripecias, pretendía llegar a Cali a casa de un familiar, pero terminó en Tibú, un pueblo de Norte de Santander. Allí le tocó llegar a trabajar en un bar llamado El Mango.
En este entorno conoció a Arbey, antes guerrillero de las Farc. Empezaron intercambiando palabras, luego mensajes a través del celular, hasta que las visitas se fueron haciendo más y más frecuentes.
Un día, el excombatiente la convidó a ayudarle en labores de cocina dentro de una finca, ahí mismo en el Catatumbo. “Él me dijo que había sido combatiente y que estaba en proceso de paz”. El enamoramiento siguió avanzando con algunos traspiés, pero lograron mantenerse juntos, hasta que Arbey convenció a Rosangélica de irse a vivir al AETCR de Caño Indio.
Poco a poco Rosangélica fue entrando en confianza con la comunidad de excombatientes. Incluso, llegó a trabajar en una especie de restaurante que funcionaba dentro del AETCR.
Rosangélica entiende que encontró a un hombre muy vulnerable, golpeado por los avatares de un conflicto armado. Al principio, no se entendían de manera fluida, pero con el tiempo, el esfuerzo y la paciencia fueron acoplándose mutuamente.
Dentro del AETCR siempre hay movimiento académico, ya sea a través de capacitaciones o de clases para validar el bachillerato o de un proceso de homologación de saberes que forma parte de las pautas de reincorporación de los excombatientes. Rosangélica veía de lejos a sus amigos de la comunidad recibir clases, hasta que decidió preguntar si podía formar parte. De inmediato, la aceptaron.
Culminó su carga académica, consiguió su título y ya es bachiller en Colombia, pero si quisiera proseguir tendría que presentar la prueba del ICFES, una barrera que enfrentan los venezolanos que están en proceso de regularización en este país.
De todos modos, ya hay un camino trazado por nuevas oportunidades, dentro de las que pudo ser incluida porque está en medio de un proceso de paz que, aunque vivido en una tierra que no es la suya, empieza a acogerla e integrarla.
Lucía: diseñar y coser sueños
Lucía migrante pendular del AETCR de Caño Indio
Veintitrés años. Migrante pendular. Una de esas tantas ciudadanas transfronterizas que salen de un país y entran a otro por rutina. “Yo nací ahí en Casigua, en Zulia, por eso ir y venir no se me hace ni lejos ni cerca”, ratifica.
Lucía vive con el excombatiente Agustín. No cesa en defender con firmeza su gentilicio venezolano y, aunque su madre también es colombiana, su identidad está definida del otro lado de la frontera.
La joven tiene experiencia en la sastrería desde su pueblo natal. A pesar de solo haber trabajado un año en este oficio sabe bastante, porque además de cumplir con lo que le tocaba, “me quedaba desde el mediodía hasta que iniciaba la jornada de la tarde, practicando con la costura derecha, haciendo cosas rectas y ahí aprendí”.
Ha hecho distintos tipos de ropa: sudaderas, enterizos, pantalonetas, vestidos y camisas sencillas. Este antecedente le valió un puesto en el taller de modistería del AETCR.
Las expectativas de Lucía con el taller son muy significativas. Sabe acompasar el pedal de la máquina con las manos y la aguja que taladra la tela para dibujar cada costura.
Lucía no ha estado en ningún otro curso dentro del AETCR. Y es que solo tiene siete meses viviendo en este espacio, el mismo tiempo que tiene con su pareja. Siempre había estado en los alrededores de la zona, por eso no siente como extraño el conflicto armado que ha vivido Colombia desde hace décadas.
Su deseo tiene relación con sus propias condiciones como migrante, ella sabe que si le va bien a la Colombia que la está adoptando mientras deja la guerra atrás, estará más cerca de concretar sus sueños de estabilidad, los mismos que le resultan imposibles de cumplir hoy en Venezuela.
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