Río Arauca: las dos orillas de la migración colombo-venezolana

El río Arauca es uno de los epicentros de la migración venezolana a Colombia. Ya sea de manera permanente o de manera pendular, miles de personas cruzan estas aguas que unen y dividen a los dos países. El periodista William Wielman le siguió el paso a dos venezolanos que se asentaron en cada una de las orillas.

Las otras caras de la migración en Colombia

Río Arauca: las dos orillas de la migración colombo-venezolana

Autor:

William Wielman

Marzo 29 de 2021

Con mucha precisión, las manos de Silvia Rangel pasan un trozo de tela entre el prensatela y la aguja de su máquina de coser de color blanco. La prenda se convertirá en una blusa de crepé para una de sus clientes más fieles, que espera sentada en la sala de su casa, ahora convertida en un taller de confección y costura. Las blancas y acicaladas manos de Silvia se mueven al compás del tucu-tucu que produce la cosedora, al mismo tiempo que enfoca su vista para no perder el ritmo con cada puntada. Su cuerpo descansa en una silla de metal bastante maltrecha por su uso y, debajo de ella, ante sus pies, duerme plácidamente el guardián de su hogar: un cachorrito de raza criolla que lleva por nombre Kiki.

Muy cerca, en la cocina, uno de los hijos de Silvia, José Antonio, de 23 años, pone a hervir el agua para preparar el acostumbrado café de la tarde en un colador de tela ennegrecido, que espera les ayude a espantar el sueño que los seduce luego del almuerzo. Cuenta su madre que José Antonio ha sido su principal acompañante en tierras extranjeras: fruto del ruego incesante para que renunciara a su trabajo en un banco, por la inseguridad que tiene azotado a su país de origen, Venezuela.

Su hogar, son ahora cuatro paredes construidas con ladrillo y techo de zinc, divididas en dos habitaciones, un baño, una cocina y una pequeña sala-comedor, que a su vez funciona como su lugar de trabajo. La fachada es una pared marcada por las irregularidades dejadas entre bloque y bloque en la que se destaca el color rojizo. Una gran puerta de metal da la bienvenida a los visitantes, y a la derecha de esta, sobre la ventana, cuelga de un alambre improvisado un cartel publicitario que enuncia “Diseños y alta costura en ropa femenina”.

Asentada en el barrio La Granja al sur de Arauca, un sector popular alejado del ruidoso y congestionado casco urbano, marcado por la tranquilidad de sus paisajes rurales, Silvia pasa sus días con la idea de mudarse a un mejor sitio, ya que le resulta muy incómodo ser víctima de un ejército de zancudos que proliferan en un predio baldío cercano. En el rostro de Silvia a veces se asoma un sentimiento de nostalgia al recordar su antiguo hogar, el cual describe como una linda casa esquinera en la que vivía tranquilamente.

A pesar de estar a más de 570 kilómetros de distancia de su amado Cabudare, Venezuela, Silvia aún recuerda cómo en agosto del 2017 llegó a Colombia y en canoa atravesó esa carretera natural de agua conocida como el río Arauca, con la misión de confeccionar un vestido de novia para una de sus hermanas en la fe. Como testigo de Jehová, vinculada por años a la Congregación de Veritas de su tierra natal, Silvia no imaginó que su férrea creencia le permitiría abrirse caminos de este lado de la frontera.


La frontera natural

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Canoeros que atraviesan el río Arauca.

El río Arauca va más allá de ser una simple arteria fluvial: es la frontera entre los dos países y, visto desde arriba, sus aguas parecen una carretera que serpentea entre las llanuras. Es un lugar donde la nacionalidad pasa a un segundo plano en el ajetreo diario de quienes atraviesan sus aguas, pero donde cobra fuerza cuando se trata de hacer valer derechos y cumplir responsabilidades.

En ocasiones, debido a la sequía, los navegantes confundidos y desorientados se preguntan en qué lado de la frontera se encuentran. Sus aguas turbias recorren 296 kilómetros compartidos entre las dos naciones, pasando por varios centros poblados. Durante años, los campesinos han aprovechado las bonanzas que brotan de sus profundidades, que durante la ribazón sirven de sustento a las familias ribereñas, tanto de esta orilla como la otra. El transporte de los productos del campo por este río ha recortado distancias y tiempos para quienes se empeñan en comer alimentos frescos, recién salidos de la tierra. ¿El temor de quienes atraviesan sus aguas? Trambucar, la palabra que usan los llaneros para referirse a cuando se voltea una canoa.

Este río, además de ser fuente de alimento, también se ha transformado en un símbolo de liberación para muchos migrantes que huyen de Venezuela en busca de una oportunidad en Colombia. Diariamente, un flujo constante de personas cruza por sus aguas, a veces turbulentas y a veces calmadas, con el único objetivo de calmar necesidades en alimentos, medicinas, incluso empleo, que no consiguen en Venezuela.


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Las canoas son el único medio de transporte que tienen los migrantes para pasar a territorio colombiano en esta zona de frontera.


Silvia trabaja en el lado colombiano y es una de los 550 000 venezolanos que, según datos de Migración Colombia, para el año 2017 ya se encontraban en este territorio. No estar legal en este país atizaba su tranquilidad, hasta que un día se enteró de una jornada de registro a venezolanos, que se llevó a cabo muy cerca al río Arauca. Solo su cédula y una fotografía bastaron para ingresar en el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos (RAMV), con el que luego accedió al Permiso Especial de Permanencia (PEP), y así pudo gozar de servicios básicos en salud, educación y trabajo. Eran buenas noticias para Silvia, luego de varios meses de incertidumbre.

El RAMV fue un primer paso de las autoridades colombianas para obtener toda la información posible sobre los migrantes en el territorio. Estos datos han servido para el desarrollo de otras políticas de atención humanitaria, entre ellas el PEP, con el que se ha ampliado, por parte del Estado, el acceso de los venezolanos a derechos.
Migración Colombia, la entidad oficial encargada del control fronterizo, contabilizaba, al cierre del año 2020, 1 729 537 venezolanos en todo el territorio nacional, de los cuales 762 823 son regulares. En el departamento de Arauca, la presencia de residenciados alcanzó las 44 503 personas y solo en el municipio capital se cuentan 21 963 migrantes, Silvia es una de ellos.

Sin embargo, por la deficiente comunicación y coordinación entre las autoridades de ambos países, para afrontar la migración y el escaso personal para el registro, no se tiene un dato exacto sobre el número de venezolanos que ingresaron de forma irregular, lo que ha convertido al río Arauca en un punto con poca presencia institucional para llevar un control en este paso fronterizo.


La mirada desde Venezuela

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Alrededor de dos minutos tarda el recorrido desde Venezuela hacia la frontera colombiana.


Del otro lado del río, del otro lado de la frontera, Gerald Quintero se pregunta qué sería de él sin el don que su madre tiene para la comida de mar, pues fueron las manos de doña María las que lo llevaron a un pueblo venezolano cercano al río. Fueron más de 220 kilómetros de distancia y cuatro horas de viaje en carro, los que tuvieron que recorrer para llegar a donde es ahora su hogar.

Gerald y su madre dejaron atrás las empinadas calles de la ciudad de San Cristóbal, en el estado Táchira, y las cambiaron por las planicies de un humilde pueblo del Apure: El Amparo. Allá, Gerald, junto a su madre, su hermana y su padrastro, han mantenido por años un restaurante, que ha sido un lugar de encuentro y de reuniones familiares, de amigos e incluso de grupos de trabajo, donde el olor de la cazuela de mariscos o una paella inundan de aromas y sabores todo el lugar.

Don Gilberto Osman, un ampareño visionario y emprendedor, fue el fundador que dio el nombre de ‘Los Oslidy’ a este restaurante en el año 1986. Era un sitio muy elegante para la época, cuando este pueblo fronterizo, paradójicamente, era un punto de encuentro para aquellos que buscaban algo nuevo que disfrutar: cervecerías, sitios de comida, fuentes de soda, minicoliseos para la juega de gallos y hasta discotecas al mejor estilo de Ciudad Gótica. Era un lugar de reunión familiar, tanto para venezolanos que venían del centro del país, como para colombianos que decidían recorrer cinco kilómetros, ya fuera en carro o en moto, y atravesar el puente internacional José Antonio Páez, el único paso terrestre y tangible que mantiene unidos estos dos países, pero que, desde el 2015, intermitentemente cierra y abre sus fronteras tras desacuerdos políticos entre los presidentes Nicolás Maduro y Juan Manuel Santos. Al día de hoy, la frontera cerrada de lado colombiano, a raíz de la pandemia por el COVID-19, no ha sido impedimento para aquellos migrantes que se arriesgan a pasar por trochas y llegar a tierra colombiana.

Pegado al muro del restaurante, un aviso con luces de neón anuncia “Restaurant Oslidy Marisquería. Siga”, y señala a la derecha una gran puerta de vidrio que da la entrada a los invitados. Ya dentro, el piso de un intenso color vinotinto contrasta con la blancura de los techos, de los que cuelgan varias lámparas de luz amarilla, adornadas, cada una, con plantas enredaderas artificiales.

El lado derecho del salón resalta por la particularidad de cuadros que adornan la pared de ladrillo y que tienen los rostros en blanco y negro más representativos de la música y el cine: Elvis Presley, Marilyn Monroe y Charles Chaplin. Al fondo, un viejo piano Bernh May Berlín del siglo XIX, con algunas de sus teclas dañadas producto del implacable paso del tiempo, sirve de parador de un disco de vinilo del cantautor de música llanera Reinaldo Armas, un álbum grabado en el año 1993.

No es coincidencia que ese disco esté ahí, después de todo, Armas se inspiró en el río Arauca y compuso canciones como “Arauca, río y pueblo”, con la que muchos migrantes se han identificado al atravesar sus aguas:

“Tu cauce vive albergando recuerdos
en verano y en invierno,
noche y día resulta igual
un canto libre de Colombia y Venezuela,
río Arauca es lo que lleva
tu gran serpiente fluvial”.

Gerald ha sido testigo de muchas historias que han sido marcadas por estas aguas, incluyendo la suya. Sentado y con los brazos reposando sobre una mesa de madera oscura, Gerald cuenta lo difícil que ha sido para él y toda su familia mantener a flote su negocio, ya que se convirtió en toda una odisea conseguir y adquirir los productos que necesita para su restaurante. “No podemos sacrificar la calidad con malos productos y, si no conseguimos algo, aprendemos a hacerlo; por ejemplo las salsas, aquí todos nos ponemos al día buscando recetas sobre cómo preparar salsas, vemos videos; siempre nos estamos capacitando”, dice.

Reacio a dejar su país, Gerald aún cree en Venezuela y por eso se mantiene en su decisión de no abandonarla, a pesar de ser víctima de los coletazos que ha dejado la crisis económica, como la escasez. Sin embargo, cree que el río Arauca es su salvavidas a la hora de ir a Colombia, pues necesita llenar los anaqueles de su cocina para poder mantener su negocio de comidas.

Ir a Colombia se volvió para Gerald una rutina, se despierta a las seis de la mañana, toma un café y se alista para una larga jornada de compras de aquello que empieza a mermar en la alacena. Mira con frecuencia el reloj en su mano izquierda para no olvidar la hora de diferencia entre Colombia y Venezuela. Sale de su casa y a menos de 50 metros se encuentra con el popular “paso de las canoas”, un lugar que se asemeja a una plaza de mercado, donde decenas de personas se rebuscan para vender algo a los migrantes, que hacen una última parada antes de cruzar al país vecino. Custodiadas por militares venezolanos de la Guardia Nacional, unas escalinatas de concreto de colores amarillo, azul y rojo conducen al dique perimetral: una parte elevada en la que se contempla todo el ancho del río, un lugar que permite ver cómo bajan sus aguas y se pierden en el horizonte en una fusión idílica con el cielo azul de los llanos.

Una soga mantiene sujeta una canoa a la orilla del río Arauca, junto a ella, otras cinco embarcaciones reposan en el agua, a la espera de ser abordadas por migrantes que huyen de los problemas en Venezuela. Unos sin intenciones de volver, otros con la esperanza de regresar. En medio de ellos está Gerald, un hombre que decidió que con su familia haría todo, y sin ella nada, y quien asegura que mantendrá su hogar y su trabajo de ese lado del río, en El Amparo.

Ya en Arauca, Gerald sabe a lo que va. Su recorrido inicia en los supermercados, lugar donde adquiere casi toda la canasta familiar e ingredientes para su negocio. Con frecuencia busca alimentos como pan, aceitunas negras, pasta sin gluten, estevia, pepperoni y mejillones importados. Son imposibles de conseguir en Venezuela. La lista de productos no termina ahí: frutas, verduras y hasta artículos de aseo y limpieza se suman al carrito de compras.

canoa 1WWMigrantes pendulares cruzan la frontera en busca de alimentos, medicamentos y todo aquello que no consiguen en su país.

Su paso por Arauca puede durar seis horas o más, y su recorrido incluye varios establecimientos comerciales. En algún momento de corto descanso, Gerald aprovecha para tomar y comer algo en alguna panadería cercana. “A veces resulta agotador y, en el peor de los casos, no encuentro varias cosas de las que necesito”, comenta. Antes de regresar, Gerald toma un taxi para movilizar su carga nuevamente a la orilla del río, donde una canoa lo regresa a su querida Venezuela.

Gerald es uno de muchos venezolanos que viven entre los dos países, que hacen parte de un fenómeno migratorio de esta zona de frontera, entre el Arauca y El Amparo. Se les llama migrantes pendulares, aquellos que están asentados aún en Venezuela y transitan regularmente a Colombia para abastecerse de víveres, medicinas, ropa y calzado y hasta repuestos para vehículos.

Según Migración Colombia, con la implementación de la Tarjeta de Movilidad Fronteriza (TMF), en el periodo comprendido entre febrero del 2017 y febrero del 2018, se lograron identificar más de 1 300 000 venezolanos, pero, a pesar de la suspensión por unos meses de la TMF, por decisión de las autoridades, en noviembre del 2018 fue reactivada y la cifra subió a 1 624 000 pendulares en zonas de frontera.

Su presencia ha impactado la economía de las fronteras colombianas; esto es algo que reconoce el secretario de Hacienda del municipio de Arauca, Javier Camejo, quien explica que “se ha evidenciado un incremento en los sectores dedicados en la venta de alimentos, medicinas, materiales de construcción y repuestos de vehículos”.

Pero el impacto de estos migrantes va mucho más allá de lo económico. El río Arauca no puede entenderse hoy en día sin la migración, sin los movimientos que ocurren en cada una de sus orillas y sin los cruces diarios, que son mucho más que las estadísticas. Son las historias de hombres y mujeres que han llegado a la zona fronteriza, que se han asentado en ella, de un lado o del otro, como doña Silvia, que cruzó al lado colombiano con su familia y sus sueños, de manera permanente. O como Gerald, quien prefirió quedarse en Venezuela, pero a un paso del río.

La travesía de Silvia

Desde muy joven, Silvia ha mostrado interés por embellecer algo o a alguien a través de sus manos: “Me apasiona mi trabajo y además ver la satisfacción de las personas a quienes he ayudado a mejorar su imagen corporal”, expresa orgullosa. A pesar de iniciar sus estudios en educación, prefirió irse por el lado de la modistería y el estilismo, dedicación con la que ahora logra el sustento de su hogar en tierras araucanas. En el año 2005 culminó sus estudios en la Escuela de Modas Santamaría de la ciudad de Barquisimeto y, desde entonces, este ha sido el trabajo con el cual ha mantenido a sus tres hijos: José Antonio, Harold Jhoan y Rian José.

No fue por casualidad que Silvia llegó a Colombia. El verano se despedía con el aire caliente sobre la ciudad de Cabudare, cuando a finales del mes de julio de 2017, recibió esa llamada desde Arauca para diseñar y confeccionar el vestido de novia.

Decidió atender el llamado y, junto a otros compañeros, abordó un bus con dirección a los llanos apureños. Ese fue el inicio de un gran cambio en su vida, ahora convertido en un recuerdo imposible de borrar de su mente, un recuerdo que en ocasiones la sacude y llena de nostalgia por lo que dejó atrás. En el recorrido de más de ocho horas por carretera, los viajeros se vieron sometidos a rigurosas requisas y controles por parte de la Guardia Nacional. Les pidieron documentos y revisaron sus maletas para verificar que no llevaran nada “extraño” que comprometiera la seguridad en el territorio. Silvia, impaciente, no dejaba de ver su reloj esperando con ansias llegar a su destino final.

Silvia atravesó las regiones de Portuguesa, Barinas y, finalmente, Apure, para llegar a una de las fronteras que, por la escasa presencia de las autoridades, resulta llamativa para quienes buscan atravesar rápidamente. A pesar del riesgo que significa cruzar en pleno invierno las caudalosas aguas del río Arauca, Silvia, atemorizada, no tuvo otra opción que subir a una canoa. Tomó su maleta y la acomodó en el piso de la embarcación, le entregó al canoero 1 000 pesos por el costo del pasaje y se sentó intranquila a contemplar cómo salía de su país para entrar a uno completamente nuevo.

En ese momento, mientras el motor fuera de borda rugía para empujar la embarcación de madera y surcar las aguas río arriba, en esos dos minutos del recorrido, a Silvia no le preocupaba la responsabilidad de confeccionar el vestido de novia, sino qué haría después, luego de terminada la prenda. Al pisar tierras colombianas, podía divisar del otro lado su país de origen, sin dejar de pensar en lo que dejó allá y del reto que asumiría ahora.

Aguas agitadas

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Gerald Quintero en su restaurante.

Escudriñando en la historia familiar de sus antepasados, Gerald un día descubrió que su abuela, doña Eduviges, de 78 años, cocinó por más de 30 años para militares en un puesto de control en el estado Táchira. Fue una señal más de que su vocación estaba por el lado culinario.

Con estudios en informática de la Universidad Católica del Táchira, Gerald trabajó en diferentes instituciones de la administración pública, pero agobiado por la ola de inseguridad de la cual fue víctima en varias ocasiones, aceptó la propuesta de su madre para irse de allí y levantar un negocio familiar que recién habían adquirido: ‘Los Oslidy’.

Antes de establecerse definitivamente en El Amparo, en el 2012, Gerald intentó mantener varios negocios diferentes al restaurante, pero este ya le demandaba toda la atención, el crecimiento se hacía evidente con la llegada de comensales que venían recomendados provenientes de Colombia. Estos eran principalmente funcionarios de la Alcaldía, la Gobernación, empresas y profesionales de varios gremios, que pasaban a Venezuela sin ningún tipo de temores. Era un panorama completamente distinto al de la actualidad.
Así pasaron tres años. Con un exitoso negocio a su cargo, Gerald se ganaba la amistad de importantes personalidades y empresarios de ambos lados de la frontera, con ellos compartía ideas y recibía recomendaciones o sugerencias para implementar.

Pero algo sucedió y truncó todo lo construido hasta ese momento: El 20 de agosto del 2015 fue cerrada la frontera de lado venezolano, tras una orden del presidente de ese país, Nicolás Maduro; aunque primero se trató de un cierre por 60 días, este fue prorrogado e incluso ampliado a otros estados cercanos a Colombia. Esto disgustó mucho a quienes mantenían su trabajo en Colombia y estaban residenciados en Venezuela, obligándolos a cruzar por trochas o sectores del río donde las autoridades no alcanzaban a llegar.
Por tres meses ‘Los Oslidy’ cerró sus puertas y, durante ese tiempo, Gerald y su familia decidieron descansar y replantear su método de trabajo con una frontera cerrada, además de la escasez de productos e ingredientes que se empezaba a asomar. Tenían que tomar una decisión. Luego de analizarlo por varios días, resolvieron abrir con la novedad de ofrecer comidas rápidas, pero con la ardua tarea de ir a Colombia por aquellos productos necesarios para el funcionamiento de su empresa.

La nueva vida de Silvia

En los últimos cinco años (2015-2020), la Cámara de Comercio de Arauca ha registrado 75 nuevas empresas de ciudadanos venezolanos, que han buscado la forma de dar legalidad al trabajo que desarrollan; entre esas personas se encuentra Silvia, quien, al recibir su Permiso Especial de Permanencia (PEP) en el 2018, no dudó en hacer el registro de su emprendimiento.

Silvia cuenta, con la voz entrecortada, que ese mismo año mandó a buscar otro de sus hijos, Harold Jhoan, y sin tener donde vivir, arrendaron una habitación en la que, por varios días, acordaban quién dormía en la hamaca y quién dormía en el suelo. Fue un duro episodio que recuerda con tristeza. Fueron días difíciles pero contó con el apoyo de su iglesia, que la ayudó a suplir muchas de sus necesidades.

Con el pasar de los días, cada vez eran más las personas que conocían del talento de Silvia. Su método de mercadeo era y sigue siendo el voz a voz. Fue así que llegó a los oídos de la diseñadora de modas Carolina Suárez, quien la vinculó a un proyecto para vestir a las candidatas del Reinado del Cacao en Arauquita. Este evento, que se realizó en octubre de 2018, honra la vocación cacaotera de este municipio.

Los días eran buenos y su calidad de vida mejoraba al percibir más ingreso. Gracias a la cooperación internacional y los programas de apoyo al emprendimiento de migrantes, Silvia postuló su proyecto de diseño y confección, y para mayor alegría, resultó seleccionada entre las 150 ideas de negocio que recibieron el recurso económico para la compra de equipos. ¿Qué anhelaba Silvia?, una nueva y mejor máquina de coser. Así la obtuvo. Es la máquina que hoy la acompaña en la sala de su casa.

Muy temprano, de lunes a sábado, antes del acostumbrado café, Silvia hace una oración que la dispone a iniciar la jornada de trabajo en su taller de confección. Tijeras, regla, cinta métrica, hilos, agujas y demás herramientas se distribuyen en una mesa marrón ubicada en una esquina de la sala. Así deja todo listo para darles la bienvenida a sus clientes, a quienes sin falta recibe diciéndoles: “¡Buenos días vecino!”

Un lugar de encuentro, pero también de despedidas

La crisis que dejó el cierre de frontera en el año 2015, obligó a muchos comerciantes a reinventarse o apostarle a otro tipo de negocio para sobrevivir. Paralelo al restaurante que agonizaba, Gerald no se quedó quieto y optó por acondicionar en un segundo piso algunas habitaciones para ofrecer el servicio de posada a aquellos migrantes cuya última parada, antes de salir de Venezuela, era a pocos metros del río Arauca. El lugar que había sido un punto de encuentro entre familias se convirtió en un lugar de amargas despedidas.

Uno de los episodios que más ha impactado a Gerald, y que aún recuerda con dolor, fue en agosto de 2017, cuando a su posada llegó toda una familia para despedir a Yonel, un florista y decorador proveniente de Calabozo, en el estado Guárico en Venezuela, que buscaba salir del país para buscar un futuro mejor. Similar al cuadro de ‘La Última Cena’ de Leonardo Da Vinci, pero sin un desenlace tan fatal para Yonel, sus familiares departieron por varias horas en una de las mesas del reloj marcaba pocos minutos para las siete de la noche, la hora acordada para que una canoa llevara a Yonel a lado colombiano por el río Arauca. Al fondo, desde el área de caja, muy cerca a la barra, Gerald no perdía detalle de tan íntimo momento familiar que lo había conmovido. Se acercó hasta ellos para unirse en la despedida familiar y con un estrechón de manos le dijo a Yonel: “Cuídese, amigo, por aquí estamos siempre a la orden”.

Con los ojos vidriosos, Gerald recuerda ese momento, ya que algo similar vivió años atrás al dejar su terruño en los andes venezolanos para aventurarse a esta lejana frontera llanera. “No puedo soñar fuera de la familia. Separado sería muy difícil para mí”, dice. De esta forma, Gerald reafirmaba su total decisión de permanecer en Venezuela, así fuera en uno de sus últimos rincones.

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De regreso a Venezuela.

Manos creadoras

Silvia y Gerald tienen algo en común: el uso que le dan a sus manos. Con ellas, Silvia crea sus vestidos y Gerald prepara alimentos. Ambos aprovechan la habilidad que adquirieron, un don.

Silvia no piensa regresar a Venezuela, no por ahora, pero sí extraña en la distancia su antiguo hogar y el barrio donde creció. Al final de la jornada, sus manos cansadas dejan caer un trozo de tela sobre la mesa para continuar después. Silvia termina el día cansada y con fatiga visual por el enfoque constante en la aguja de su máquina de coser, pero eso no impide que mantenga su férreo deseo de tener su propia casa de modas, algo que, como ella sabe, son sueños que se construyen como si se tratara de un vestido: confeccionando paso a paso, un día a la vez, su propio destino.

Por su parte, Gerald batalla en la lucha diaria de estar entre su trabajo y familia, entre Colombia y Venezuela. En su mente han quedado las historias de las personas que pasan por su restaurante y la posada, dejando como un fantasma los recuerdos que deambulan entre pasillos, paredes y mesas de su local. Para él, son el mejor recordatorio de que todo puede cambiar, en un abrir y cerrar de ojos. De eso da cuenta el río Arauca, esas aguas que unen y dividen, esas aguas que, como Gerald y Silvia, son de aquí y también de allá.


Esta investigación fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR), la Konrad Adenauer Stiftung (KAS) y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como parte del proyecto ‘Pistas para narrar e investigar la migración’. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de estas organizaciones.
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