Una Estrella a más de mil kilómetros: la madre venezolana que no dejó de caminar por la vida de su hijo
Salvar a su bebé significó caminar cuarenta y cinco días desde el oriente de Venezuela hasta el departamento de Santander, Colombia. Esta es la historia de una madre que se vio en la obligación de dejar a su familia, su casa y su vida entera a 1.317 kilómetros, con el único objetivo de tratar una enfermedad que estaba debilitando a su pequeño de seis meses.
Autor:
María Lucía Bayona
“Su hijo no vivirá más”. Para Estrella son inolvidables esas palabras, que pronunció la médica que atendía a Dominick Zamora, de solo seis meses de edad. La describió como una mujer cruda que soltaba aquellas fatales noticias sin tacto alguno. Los especialistas se dieron por vencidos y le advirtieron que ya no había manera de ayudarlo, o al menos no en Venezuela. Esa fue la última noche que Dominick pasó en el hospital Luis Razetti de Barcelona, una ciudad situada a un poco más de cuatro horas de Caracas, en el estado de Anzoátegui.
Era octubre de 2017 y Dominick había estado hospitalizado 15 días por una enfermedad crónica intestinal, provocada por bacterias que mutaron y causaron amebiasis severa y meningitis fúngica, es decir, la infección migró desde el colon hasta la médula espinal. La padecía desde los siete días de nacido. Por la crisis política y económica de este país, no había suficientes medicamentos y mucho menos el que necesitaba Dominick: anfotericina B.
La angustia habitaba el cuerpo de Clairet Mata, a quien llaman Estrella. La mujer alta de piel morena, espalda ancha y cabello oscuro que le caía hasta la espalda baja, pasaba día y noche en una habitación con literas al final del noveno piso del centro médico, donde todas las mamás aguardaban mientras sus hijos eran atendidos en la Unidad de Cuidados Intensivos. En esa misma planta los neonatos morían a diario por desnutrición y falta de fármacos. Temía que su hijo fuese el siguiente
Le dieron de alta al caer la noche. Estrella recibió la historia clínica de su hijo escrita a mano luego de la amarga noticia. Las letras cursivas en lapicero azul de la profesional de la salud saturaron la hoja blanca tamaño oficio, que ratificaba la enfermedad del menor. “Imagina el punto al que llegaba la crisis, todos los papeles los daban así”, es su explicación del porqué no está impreso el documento cuando muestra diferentes registros médicos de dicho año.
Pasó esa noche en el hospital para regresar al amanecer a su natal Cantaura, a una hora y media de trayecto en automóvil. Allí se dio cuenta de que no tenía más opción que buscar el antibiótico en el país más cercano: fue así como Colombia apareció en su radar. La decisión estaba tomada.
¿En menos de siete días llegaría a Colombia? Ese fue el tiempo de vida estimado por los médicos. Y como si se tratase de un milagro, transcurrieron sin problema alguno. De hecho, la salud de Dominick se mantuvo estable.
Pero no podía cantar victoria sino hasta acceder al tratamiento vital. El 3 de noviembre, 15 días antes del cumpleaños de su mamá, Ana de Mata, dijo adiós a su país natal. Se despidió de la funeraria y los molinos de mina que administraba con su familia, aunque interiorizó que no era una partida sin retorno.
Iniciaba un largo viaje desde Cantaura. Una especie de pañalera era lo único que los acompañaba. Llevar consigo el menor peso posible facilitaba el viaje, así que solo empacó lo necesario para el cuidado del bebé.
Desde el instante en que puso un pie fuera de su casa, ubicada en el centro de la pequeña ciudad, sabía que no podía retractarse: estaba en juego la vida de su hijo. No contaba con servicio de transporte intermunicipal, los vuelos estaban suspendidos. Tampoco podía migrar con su esposo, quien en ese momento trabajaba como vigilante y debía mantener su empleo.
El afán la inquietaba, pero a la par se hallaba tranquila; era una paradoja difícil de explicar. “Yo no pensaba en los días que supuestamente le quedaban. Yo confiaba en que Dios guardaría a mi hijo más tiempo, así que lo cuidé como pude hasta que decidimos migrar”.
Mientras camina por las calles de Girón, en Santander (Colombia), y cuenta cómo les enseña a muchas mujeres diferentes recetas de repostería desde la fundación que lidera, recuerda lo que llama una ‘travesía’. Si bien traer de vuelta su experiencia en el viaje puede resultar agridulce, siempre se muestra risueña y relajada.
'Ni remota idea a dónde iba a llegar, ni qué me iba a encontrar, nada. Dije, vamos a ese otro mundo a ver qué pasa para seguir adelante con mi hijo', soltó entre risas.
Que su pequeño se mantuviera saciado y limpio era lo que más le preocupaba a Estrella. El único alimento que recibía era leche materna. No quería acostumbrarlo a otro tipo de comida, porque no era lo recomendado por los especialistas que llevaron el caso de Dominick. “Yo podía pasar tiempo sin comer y por suerte nunca tuve problemas con la lactancia”.
Era imposible descifrar dónde iban a estar al caer la noche. Si dormirían en la calle, en vía nacional, o saber con claridad dónde golpeaba más fuerte el sol e incluso cuánto tiempo iba a permanecer Estrella sin ingerir ningún tipo de alimento. Pocas veces podía disfrutar de un plato de comida caliente. Generalmente pasaba las jornadas con pan, gaseosas, enlatados o alimentos de fácil acceso y sin mayor costo en tiendas del camino.
Desde la ciudad de Cantaura caminó hacia Anaco casi cuatro horas. La ruta que separaba a las dos ciudades medía cerca de 20 kilómetros. Había pocas construcciones, pues la vía nacional era más bien desolada. La ruta subía nuevamente hacia Barcelona y en el trayecto se iban concentrando con más migrantes. Unos viajaban solos, otros con sus familias. Niños pequeños y adolescentes. Y conformaron un grupo de hasta ocho caminantes rápidos. Pero la única compañía de Estrella era Dominick.
El tiempo se envolvió en una rutina casi automática. Al despertar, se limpiaba los senos para alimentar al bebé. Con delicadeza revisaba sus ojos, el color de sus pies y manos, y se aseguraba de que no lo fuese a picar un insecto en cuestión de segundos. Bebía una buena cantidad de agua y mantenía el paso por las carreteras hacia su destino.
Bañar a Dominick en las calles tampoco era un impedimento para su cuidado. Recibió muchas críticas de su grupo de caminantes y miradas fulminantes de los transeúntes por sostenerlo desnudo sobre alguna acera para darle uno de sus tres baños diarios: en la mañana, a mediodía y antes de dormir. Una botella personal de agua y jabón líquido para manos era lo único que empleaba en aquellos momentos para tal objetivo.
Pero en ocasiones la necesidad apremiaba. A ella solo le importaba recibir pañitos húmedos para su bebé. “A mí no me gustaba acercarme a las personas a pedirles cosas. Yo siempre me sentaba retirada del grupo y hablaba con Dios y con mi hijo. Dios usó a la gente como instrumento para ayudarme con las cosas básicas que me hacían falta en el camino”, dice.
Estrella también contó con la suerte de tener un hijo tranquilo. El llanto llegaba cuando sentía incomodidad. Por momentos debía extender la manta térmica celeste sobre el áspero andén para acostar a Dominick y estirar sus extremidades durante unos minutos. También lograba consolarlo con leche materna. El calor a veces era sofocante y debía refrescar al bebé, que se mantenía enrollado mientras lo cargaba al caminar.
En Puerto La Cruz, municipio al norte del área metropolitana de Barcelona, descansaron en las calles cerca de una semana. Allí hicieron su parada más larga tras pasar por seis municipios. Sin mayor protección ni una superficie acolchada para improvisar una cama, dormían en el suelo bajo los techos de establecimientos públicos. Lo importante era mantener abrigado a su pequeño con su cobija.
En un aventón de hora y media en la vía que conduce a Caracas, gracias a un conductor de camión, se ahorraron seis horas a pie. Fue el único momento en que contaron con ese tipo de ayuda. Atravesaron la capital, Valencia, y siguieron la ruta que dirigía a Barquisimeto, Barinas, Mérida, San Cristóbal y, finalmente, San Antonio del Táchira.
“No mire para atrás ni se agache, porque se cae el niño”
Era momento de pasar por una de las trochas divididas por el río Táchira. Caía la tarde y debían acelerar el paso antes de perder los últimos instantes de luz natural que iban a brindarles mayor orientación del sitio.
“Nos toca irnos por la larga”, alertaron los guías. Ninguno conocía cuál era la ruta corta o la extensa, pero Estrella recordó que el paso de dicha trocha iniciaba siete cuadras al sur de la vía que conduce al Puente Internacional Simón Bolívar, precisamente desde la salida del municipio de San Antonio del Táchira. La “corta” daba hacia el norte, pero allí había mayor control de las autoridades fronterizas, lo que complicaba el paso irregular.
Era hora de luchar contra la corriente. El guía, quien cobraba 25 mil pesos colombianos por este paso, en un primer acto decidió amarrar a Dominick a la nuca de Estrella. Los pequeños brazos y piernas del bebé rodeaban su cuello con el suéter rosado de mangas malladas que llevó consigo todo el viaje. Lo ideal era que su hijo no tocara el agua del raudal.
Al pisar tierra, los enfrentamientos entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los paramilitares acompañaron en un segundo plano cada pisada de este grupo de caminantes rápidos. La escena habría sido una de las múltiples disputas por los territorios.
Como ráfagas, corrieron entre los disparos que resonaban en sus oídos. Las descargas de las armas opacaban el pálpito de sus corazones fatigados por la huida. Atravesaron chozas y se deslizaron entre la maleza. En ocasiones pausaban para resguardarse y evitar alguna bala perdida. Todo tardó una hora. 60 minutos que parecían ser más largos que esos 45 días.
“Dios bendiga a ese trochero, donde sea que esté”; el agradecimiento de Estrella sigue intacto pues el hombre, un colombiano de piel morena, alto y corpulento, según recuerda, nunca soltó su mano ni la descuidó.
No había chance de pensar en algo distinto que sobrevivir a ese momento.
La vida del migrante se trata de hacer y no de pensar. Igual que la de una mamá. Porque hay que probar qué es lo que va a pasar; si te resulta, bien, y si no, agarras para otro lado.
Y efectivamente, en este caso siempre siguió hacia delante, por Dominick. Sobre las 7:00 p. m. finalmente llegaron a Villa del Rosario, en Norte de Santander.
Un amparo seguro
No recuerda el día exacto de su llegada a Bucaramanga. Sentada en el borde de una matera elevada del parque Peralta de Girón, piensa por unos segundos en esa fecha. Haciendo cuentas, habría sido el 19 de diciembre de aquel año.
De hecho, situaciones precisas de este viaje no quedaron impresas en su memoria. Es un fenómeno habitual, como explican expertos que han atendido a caminantes venezolanos. Katherine Muñoz, psicóloga de la ONG Zoa, dice que vivir en estado de alerta, en zonas desconocidas, y caminar en las noches provoca que los migrantes pierdan la noción del tiempo durante gran parte de la travesía. Esto habría sucedido con Estrella.
Otros factores, como la exposición prolongada a temperaturas extremas, afectan la retención de información. “Muchos llegan insolados. El frío del páramo de Berlín, por ejemplo, también incide en ello. Es un panorama que se ve hasta el día de hoy”, explica. Estas montañas son un paso obligado para los migrantes que emprenden su travesía a pie en el recorrido entre Cúcuta y Bucaramanga. En esta zona de Colombia, en las madrugadas, pueden experimentarse temperaturas de hasta 7 grados bajo cero.
Desconocer el funcionamiento del sistema de salud colombiano fue el primer choque que sintió Estrella. No cesaba la necesidad de que su hijo fuese atendido, hasta que luchó por tramitar su salvoconducto de refugiado, lo cual le permitió recibir los cuidados médicos necesarios para vivir.
Se vio obligada a vivir en las calles de Bucaramanga. Allí conoció a una mujer que la ubicó en Girón y le arrendó un “ranchito”, situado en Mirador de Arenales. Sus primeros ingresos los obtuvo viviendo del reciclaje. Salía principalmente al caer la tarde y en cada amanecer, cuando viviendas y establecimientos sacaban sus residuos a los andenes.
Tomó el viejo coche azul de Dominick para acomodar con facilidad los objetos aprovechables que recolectaba, y sobre ellos sentaba a su bebé como si se tratase de un gran sillón.
En este tiempo, mientras buscaba recursos, completó el tratamiento, que tardó seis meses. Pero fue complejo al no contar con afiliación a una EPS. Debía atinarle a la suerte cada vez que pisaba el centro médico.
En ocasiones, el tiempo parecía pisar freno en la sala de espera, todo para recibir una respuesta que se limitaba a: “El médico no está, venga mañana”. Debía trasladarse a diario desde el barrio El Rincón de Girón hasta el norte de Bucaramanga, lo que representaba cerca de 14 kilómetros de trayecto con tiempo y recursos limitados. Hasta que logró acceder formalmente al sistema y en la clínica de Girón culminó la aplicación del antibiótico que necesitaba el niño.
11.108 menores de edad, de nacionalidad venezolana, fueron atendidos en el hospital Local del Norte, con corte a octubre de 2022, a través del convenio del Instituto de Salud de Bucaramanga y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
“Cuando vi que mi hijo estaba bien, seguí buscando nuevas oportunidades. Yo me quedé más tiempo por si Dominick tenía alguna recaída”, y así lo hizo. Incluso, la llegada de su esposo, José Zamora, un hombre corpulento de 39 años cuya contextura no excusa los años en labores de carga y trabajo de gran esfuerzo físico, y con el que tenía una relación de 13 años, fortaleció la situación de la familia en este nuevo país. Él migró a pie desde Venezuela en 2020.
La tarea de recolectar material de reciclaje la mantuvo durante un año y medio. Pasó a vender tintos y posteriormente trabajó con pequeños caballetes de colores con figuras animadas para que los niños se entretuvieran en el parque principal de Girón. Desde su llegada ha buscado la manera de mantener un empleo, todo por brindarle a su hijo la vida que sueña para él.
Armaron su hogar en una nueva vivienda solo para ellos, desde donde sueñan con cómo redecorarán su casa cuando algún día regresen a Venezuela. En un espacio reducido cuyas paredes aún están sin estucar y con un suelo opaco por el liso cemento, ubicado en el mismo sector en el que Estrella vivió por primera vez al llegar a Girón, el amor y una irrebatible felicidad colman el piso que guarda un tramo de su historia en su nuevo país.
Dios está por encima de todo. Un par de versículos de la Biblia, que yacen en la pared de la sala sobre dos sillones negros, les recuerdan que deben replicar las valiosas palabras del Todopoderoso.
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Aún conservan algunas de las cobijas que hicieron más llevadero el recorrido hasta la capital santandereana, con las cuales dividen las habitaciones que carecen de puertas, para obtener mayor privacidad. Un par de prendas siguen en sus roperos y otras ya fueron desechadas.
‘Domistar’ es la abreviación de Dominick y Estrella. Ese es el nombre que lleva la camiseta fucsia que viste cuando abre aquel cajón de momentos que nunca va a olvidar. Hoy Estrella es propietaria de un emprendimiento de repostería que no solo aprovecha para obtener recursos. También es un medio para llegar a decenas de mujeres que quieren aprender sus particulares recetas para salir adelante.
Encontrarse con más mujeres venezolanas cuando trabajaba con los caballetes para niños abrió las puertas a un proyecto que cumple más de dos años de servicio a la comunidad de los barrios Bavaria II, Puente Nariño y Miradores de la UIS: Regalando Sonrisas VeneCol, así se llama el emprendimiento de Estrella. Con su liderazgo y empatía ha apoyado a más fundaciones y organizaciones internacionales que buscan mejorar la calidad de vida de los venezolanos en Colombia.
Hoy, Estrella sueña con volver a Venezuela. Lo reafirma con seguridad mientras retoma el camino a su casa, después de haber recorrido las principales calles empedradas de Girón contando su historia, esa suerte de hazaña con la que salvó la vida de Dominick. Dice que, en dos años, si Dios lo permite, retornará. Desea que su bebé crezca con su familia y con sus costumbres, pero en casa.
Sin pensar en lo amargo y sin presionar su futuro, disfruta lo que ha llegado a su vida y lo que con tanto esfuerzo logró tras caminar 1.317 kilómetros.
Este trabajo periodístico fue elaborado en el marco de "Periodismo en movimiento. Laboratorio de creación de historias sobre migración venezolana en Colombia", iniciativa de Consejo de Redacción y el Proyecto Integra de USAID. Su contenido es responsabilidad de sus autores y no refleja necesariamente la opinión de USAID o el gobierno de los Estados Unidos.
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